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En su columna para El Tiempo de hoy, lunes 11 de noviembre de 2013, Yolanda Reyes escribió:
Pedagogía para intentar la paz
“El fin de la guerra no puede encontrarnos transformados en un país de alma violenta” decía la rectora María Mercedes de Brigard en 2008, en el aniversario del Gimnasio La Montaña. Entonces, cuando las conversaciones con las FARC eran impensables y los mensajes de aniquilar al enemigo eran el discurso, no solo del gobierno y la guerrilla sino de muchas familias, resultaba muy difícil convencer a los alumnos de encontrar vías pacíficas para resolver sus conflictos o de practicar las competencias ciudadanas promulgadas por el Ministerio de Educación de ese gobierno, ante la crispación adulta del ambiente.
“Las generaciones que se han levantado en medio de este entorno –sigo citando sus palabras– no conocen cómo funciona una sociedad sin conflicto armado: no saben qué es no tener un enemigo. Han crecido sintiendo que pertenecen a un “bando” con un enemigo común que es el mayor congregador. Y oyen a diario a los adultos hacer votos por la paz, pero oyen, también a diario, y también a los adultos, emplear el lenguaje de la muerte para ese enemigo. Y se van contagiando de ese lenguaje de guerra y empiezan a confundir el patriotismo con la lógica del odio”.
Me llama la atención leer, en otro escenario diametralmente opuesto, palabras similares: La investigación de Camilo Bácares Jara, titulada Los pequeños ejércitos, sobre los niños desvinculados de los grupos armados ilegales que llegan a los programas del ICBF, habla de…“una infancia que nace y crece en medio de un entramado de símbolos, lenguajes y acciones que tienen como eje la aniquilación del contrario, y del que se les enseña desde pequeños que es el enemigo”. Bácares afirma que por lo menos el 50% de los niños reclutados vio o vivió algún asalto armado antes de enrolarse: masacres, desplazamientos o asesinatos de familiares, y que cerca del 60% reconoce tener parientes en grupos ilegales. Como una perversa parodia de aquel refrán que afirma que, “hijo de tigre sale pintado”, la tradición familiar funciona, en este caso, igual que en las familias de “delfines”. La diferencia es que no se trata de pasiones compartidas sino de física falta de oportunidades.
En vez de estar en Sexto Grado, esos niños que se convirtieron en víctimas y victimarios a la edad promedio de 12 años, han sido carne de cañón en esta guerra que hoy vuelve a ser eslogan de campaña. Ellos han sido codiciados por la guerrilla, por los paramilitares y también por las Bacrim debido a las mismas razones que los hacen educables: caben en cualquier parte, conocen mejor que nadie sus caminos veredales, son más obedientes, más flexibles y aprenden mucho más rápido.
Las razones para enrolarse, además de pobreza, violencia intrafamiliar y necesidad de protección, entre otras muchas, hunden sus raíces más profundas en la cultura de la guerra. Pero este ambiente en el que han/hemos crecido, este conflicto que ha destruido la confianza y que marcó nuestras prácticas culturales y sociales, hoy encuentra una oportunidad, incierta e imperfecta –es cierto– para apostar por otra forma de crecer, de vivir y de reformular nuestro proyecto de nación. ¿Será posible una pedagogía para inventar o, al menos, para intentar el post conflicto? ¿Qué tal que, cuando logremos firmar la paz con las FARC, descubramos que seguimos enganchados en los valores, las arengas y los imaginarios de la exclusión y de la guerra?
Dado que la escuela no es ajena al conflicto –sino exactamente lo contrario– y que la nación no es la manifestación de una sola fuerza, tenemos la responsabilidad llevar este debate político sobre la pertinencia de un enfoque más centrado en la paz o en la guerra al ámbito de la educación. Y la educación, quisiera recordar, no es solo un asunto de maestros, alumnos y rectores.
Yolanda Reyes