A la alegría por la invitación a participar en este Congreso, le sobrevino una preocupación relacionada con cierto “complejo de identidad” que, me arriesgo a generalizar, tal vez comparten los autores agrupados en esta mesa sobre literatura juvenil. Las pistas que mencionaban los organizadores (el humor de Hinojosa; el realismo social de Jordi Serra i Fabra, por citar algunos ejemplos que recuerdo) aumentaban mi preocupación, puesto que parecían sugerir tendencias más definidas a las que la que salían junto a mi nombre: “Yolanda Reyes: temas juveniles”. (¿Acaso hay algo llamado “temas juveniles”, me pregunté?). Esa primera aproximación que pretendía dar cuenta de un crisol de voces lo suficientemente representativo para arriesgar líneas y tendencias en la literatura juvenil actual de Iberoamérica, había puesto el dedo en una antigua llaga mía, en esta sensación creciente de no encajar en ningún lado: la misma que tiene Alicia, cuando ensaya bebedizos y galletas para colarse en otros mundos, y casi nunca acierta, o de la del Patito Feo, cuando huye de casa en busca de una pista que lo haga sentir parte de alguna taxonomía animal y no encuentra familia que lo acepte.
Aquí resulta inevitable la referencia a mi vida privada. Por ser mitad profesora y mitad escritora y últimamente, para echar más leña al fuego, columnista de opinión de un diario colombiano, arrastro y cultivo una deformación profesional a la que atribuyo el hecho de no saber muy bien en dónde ubicarme. Puedo empezar una mañana preparando sopitas de limón en tazas de mentira con niños que tienen, en total, dos años de experiencia de la vida; salir a una reunión con periodistas para discutir la situación de mi país –que no es precisamente un cuento de hadas–, y regresar a cumplir citas con gente que no existe y que me espera en la novela que comencé a escribir. Qué bien: por fin estás escribiendo otra novela, suelen animarme los amigos. ¿Es infantil, juvenil o adulta?… Para complicar la situación, la última novela publicada se ubica en la franja “para adultos” y la que ahora comienzo tendrá que enfrentar la cuestión del rótulo cuando llegue a la mesa del editor. Quizás es esa sensación de estar en tránsito entre una vida y otra, entre un público y otro, la que me impulsa a escribir literatura.
Y digo escribir literatura porque quiero señalar que se trata de un campo diferente a lo que suele denominarse no ficción –un ensayo, una columna del periódico– en la que se suelen tener un poco más claros los encuadres. Eso no quiere decir que, en ese caso, se parta de A para llegar a B, sin albergar la misma incertidumbre que nos impulsa a escribir para develar qué es lo que no sabemos que pensamos. Sin embargo, en la escritura literaria, el rasgo se exacerba y, de cierta manera, es esa incertidumbre de la búsqueda la que, en mi caso personal –y en escritura literaria sólo se puede hablar del “caso personal”–, disfruto, con toda la carga masoquista que cabe en el vocablo.
A riesgo de discrepar con quienes asocian mi trabajo con “temas juveniles”, confieso que, en mi caso personal, no pienso en temas y me atrevo a sugerir que no son los temas los que definen el proceso de escritura. Es más, tampoco “pienso”, en un sentido estrictamente racional, sino que percibo y exploro ciertos detalles: una foto instantánea, un agujero negro, un dolor, un malestar, un olor…Y empiezo a abrazar esos detalles, a llenar esos huecos con lenguaje, como cuando miramos un álbum familiar y damos ilación a las escenas congeladas, a punta de palabras. Mi marca, suponiendo que tenga alguna, podría ser esa fascinación por moverme en los bordes que separan, y articulan a la vez, los tránsitos entre una vida y otra. Tal vez debido a mi incapacidad para decidir, tiendo a captar a la gente en el tiempo que cambia o, más exactamente, en lo que está a punto de cambiar: de invierno a primavera, de una orilla a otra del océano, de sol radiante hasta el diluvio, de la composición escolar hacia las vacaciones. Digamos que me gustan las bisagras y en ese sentido, el tiempo de crecer, o mejor, los tiempos de crecer, me resultan atractivos: de bebé a niño, de la niñez hacia la adolescencia, de adolescencia a juventud, de juventud hacia adultez. En esas zonas intermedias que se extienden, por ejemplo, en el “estar siendo niño”, pero no tanto como para intuir la catástrofe existencial que se avecina, en el estar parado en un bordecito de la adolescencia sabiendo que el viento está a punto de cambiar y que habrá que decidir –o eso pensamos– lo que seremos en la vida, en ese tránsito entre la conciencia de “estar siendo feliz” y el presentimiento de una nube que pasa: en todas esas sensaciones, cero dramáticas, pero dramas terribles, que ocurren mientras vivimos vidas cotidianas, parecen moverse mis ficciones.
Algunas han sido rotuladas como juveniles y son leídas por los jóvenes, pero no sé si es porque abordan “temas juveniles”. Suponiendo que existieran esos temas ¿cómo delimitaríamos las fronteras? ¿Podríamos expedirles cédula, como sucede en la vida real cuando cumplimos los 18? En mi caso personal, el único del que me siento autor-izada para hablar, no estoy interesada en temas, sino en ciertas experiencias que me inquietan y que han ido configurando un mundo: por ejemplo, en una conversación incidental que ocurre en la mesa de al lado, entre los postres y el café, cuando una mujer le dice a su marido “me quiero separar de ti” y, mientras el mundo se derrumba, irrumpe el camarero con la bandeja del café y pregunta “¿para quién es el cortado?”… O en la conversación entre dos niñas de 12 años que acabo de captar, accidentalmente, en la piscina de un hotel: la una es mexicana y la otra peruana. Su relación comienza con un juego de sorteo para medir el tiempo que aguantan bajo el agua, (“Tin marín de do, pingüé”…). De la cultura oral, pasan al territorio común de Facebook y Twiter y el paroxismo de su amistad se da cuando hablan del cantante de moda. “Yo tengo el video”, le dice una a la otra, y cantan y hacen la coreografía. Después de media hora de compartir referencias virtuales, la mexicana menciona un primo que tiene algo que ver con Nicaragua. Y la peruana le pregunta: “¿Nicaragua?…¿Qué es Nicaragua?”
Probablemente esas dos chicas pertenezcan a la categoría llamada “lectores juveniles” y quizás alguna vez lean una novela de quienes estamos hoy aquí, aunque sus coordenadas y las nuestras sean tan desconocidas como puede resultarles “Nicaragua”. Y sin embargo, quizás hay ciertos asuntos que, más allá de Twiter o del héroe de moda, nos “globalizan” a ellas y a nosotros bajo el genérico de “gente”. No importa de qué edad: de gente, simplemente.
El hecho de compartir tantas horas al lado de esos terribles adolescentes de dos años que dejan de ser bebés para ser niños y quieren hacerlo todo “yo solitos”, me ha hecho desconfiar de lo que llamamos temas juveniles –o adultos o infantiles– y me ha enseñado eso que repetimos como un lugar común, aunque no deje de ser cierto: que todos venimos de la infancia; que la infancia es la patria primera de las mismas preguntas esenciales, de los porqués: por qué te vas, por qué me dejas solo, en medio de tanta oscuridad, con tantos monstruos, brujas y dragones y cosas que no entiendo. Quizás el tiempo de crecer –porque siempre crecemos, incluso cuando empezamos a encogernos–, sea un leit motiv, no de la literatura juvenil sino de la literatura, pero permítanme un matiz: crecer no es avanzar en línea recta –como las gráficas de peso y talla que trazan los pediatras– sino albergar saltos, continuidades, avances, retrocesos. Porque, según lo dice Sandra Cisneros, uno crece como la cebolla… o como esas pequeñas muñecas de madera que encajan una entre la otra: y un año encaja en el siguiente y se acumula en lo vivido. Y así, todos tenemos al tiempo 11 y 15 y 50 y 2 y 25 y 9, y somos grandes y niños a la vez y en trance de cambiar, siempre y mil veces.
Esa idea de que los niños son gente y no una tribu extraña que abandonamos después del tiempo de crecer, matiza aquello de los rótulos editoriales: ¿literatura para niños, literatura juvenil, literatura para adultos, literatura senil? … La vida, esa materia prima con la que se fabrican las ficciones, es menos clara y menos susceptible de organizar por orden de estatura. Y si leer es tratar de descifrarnos en ese texto escrito a tantas manos, por los que ya no están, por los que estamos, por los que todavía no han sido y vislumbramos, escribir es tratar de añadir alguna línea al texto colectivo. Es dar, si acaso, una puntada, a esa conversación. Y es arriesgar la voz particular.
¿La voz particular? Quizás como hacen los niños cuando juegan a ser otros y hablan con voces de las personas que conocen para saber quiénes son, sin saber nunca del todo, escribir es explorar nuestro registro, para saber quiénes somos, o al menos, intentarlo. Pero no es que el autor decida fingir la voz de un niño o de un adolescente, sino revisitarla: reconstruirla. Ni es al revés: que primero construya el personaje y luego le dé una voz como creemos, equivocadamente, que hizo el hada con Pinocho. ¡Eureka! tal vez es como el caso de Pinocho: la voz y el personaje se van haciendo al tiempo, río y cauce. Uno se va detrás de un rastro, de una escena, de una pregunta y los puebla de voz, de personajes y de un mundo que se erige en las bisagras: todo al tiempo y todo ocurre en el lenguaje.
Si escribir es transitar los múltiples caminos de lenguaje para indagar en nuestro propio lenguaje, la conversación que se da con los autores que transitan caminos similares ayuda a dar forma a la voz y a las preguntas. Además de mis colegas de mesa, Ana María Machado, Lygia Bojunga, Marina Colasanti, María Teresa Andruetto, Antonio Orlando Rodríguez, pero también Cortázar, Sallinger, Hisham Matar, Paolo Giordano, Carmen Martín Gaite parecen difíciles de encasillar en una única categoría. Como los amigos entrañables que vamos encontrando a lo largo de la vida, estos autores y muchos otros que ahora se me escapan, me han acompañado a acariciar la incertidumbre y a apostar, en cada nuevo libro, una experiencia inédita que nunca se puede asegurar para qué tipo de lector será.
Recurro a las palabras de una de esas amigas entrañables, de esas “perdidas tutelares”, que pese a no haber conocido, siento como una hermana literaria: dice Carmen Martín Gaite, al compararar el paso del tiempo con el ritmo del escondite inglés, que “Se pone un niño de espaldas, con un brazo contra la pared, y esconde la cara. Los otros se colocan detrás, a cierta distancia, y van avanzando a pasitos o corriendo, según. El que tiene los ojos tapados dice: «Una, dos y tres, el escondite inglés», también de prisa o despacio, en eso está el engaño, cada vez de una manera, y después de decirlo, se vuelve de repente, por ver si sorprende a los otros en movimiento; al que pilla moviéndose, pierde. (…) Es un poco así, el tiempo transcurre a hurtadillas, disimulando, no le vemos andar. Pero de pronto volvemos la cabeza y encontramos imágenes que se han desplazado a nuestras espaldas, fotos fijas, sin referencia de fecha, como las figuras de los niños del escondite inglés, a los que nunca se pillaba en movimiento. Por eso es tan difícil luego ordenar la memoria, entender lo que estaba antes y lo que estaba después”.
Ordenar la memoria, llenar huecos, seguir el hilo de una conversación con la literatura de todos los tiempos y de todas las edades me ha ayudado a lidiar con la pregunta recurrente: qué diablos hago aquí, y a consolarme por no saber bien dónde ubicarme. Tal vez, como dice Carmen Martín Gaite, en esa trayectoria entre una imagen fija y la siguiente se oculta, además del paso del tiempo, la huella que pretendemos llenar, a punta de palabras. La apuesta del autor es aceptar esa incomodidad y permitirse ese deseo de mirar con otros ojos cualquier tema para explorarlo en el lenguaje. Y la del editor es ingeniarse los caminos para que el libro llegue a los lectores: a todos los lectores posibles.
Personalmente, como autora, prefiero hablar, más de experiencias, que de temas. Y es pertinente recordar, en este congreso literario, que esa experiencia “ocurre en el lenguaje”. Tal vez es eso: filtrar la experiencia, decantarla y expresarla en ese Reino-Otro del lenguaje, en donde es posible tener citas impredecibles con lectores, sin edad ni rostro definido. Con “gente”, nada más: sin atributos especiales.
Yolanda Reyes.
Santiago de Chile, febrero 26 de 2010