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Estas páginas están abiertas al debate, a la reflexión y al intercambio. Todas las escrituras son bienvenidas.
En su columna para El Tiempo de hoy, lunes 14 de abril de 2014, Yolanda Reyes escribió:
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¿Y dónde está el maestro?
Soy maestra, de literatura, por más señas, y dirijo una escuelita donde van los más pequeños a morder sus primeros libros y a aprender a vivir juntos. No lo digo por oportunismo, ahora que mi profesión se ha puesto de moda, sino porque tengo un modo distinto de entender la educación: un saber pedagógico que es una mezcla de teoría y práctica, de intuición y de experiencia (sí, intuición, y lo digo sin avergonzarme), y que es una seña de identidad de nuestro oficio, así como el sonido de la tiza en el tablero, el “manejo de grupo” y ese “olor a niño” que se queda impregnado en la piel después de la jornada.
Un golpe de opinión reciente, que coincide con la campaña electoral, le lanza a la escuela, en buena hora, deberes ineludibles relacionados con la transformación del país, pero especialmente con rótulos como Competitividad y Capacitación del Recurso Humano, como si otros fines (por ejemplo, el de formar personas y ciudadanos o el de cambiar estas lógicas de la violencia, de la guerra y de la inequidad en las que nos hemos educado tantas generaciones fueran asuntos marginales), o como si la educación fuera solamente una tecnología, desligada de la teleología: un discurso ajeno a la pregunta por los porqués y los para qué educamos, y con las ideas de sociedad y de nación que nos inspiran y que son también materia de debate.
Sin embargo, nada de eso se está debatiendo y, quizás también por otro problema educativo, se ha instalado en el imaginario nacional una premisa que podría sintetizarse así: la calidad de la educación depende casi por completo de los maestros y como los nuestros son malos, hay que reemplazarlos por otros buenos. Así, en un lapso de diez años, “subiremos 30 puestos en las pruebas PISA”. Estas cifras, tomadas del estudio “Tras la excelencia docente”, (García, Maldonado, Perry, Rodríguez y Saavedra: Fundación Compartir), parecen haber causado un efecto simplificador en la opinión y, como la gente no suele leer estudios completos sino resúmenes ejecutivos, la propuesta de mejorar la educación mediante la transformación de las condiciones docentes se está leyendo de un modo facilista.
Si bien las acciones que identifica la investigación para lograrlo, tales como el reclutamiento de los mejores bachilleres para la profesión docente, su formación universitaria, su evaluación permanente, su remuneración y su reconocimiento social generan consenso, las recomendaciones suenan ingenuas. Por ejemplo “impulsar una persuasiva campaña de medios que, entre otros, muestre las condiciones laborales favorables que ofrece la carrera docente”, o “crear sesiones de reclutamiento en colegios para promocionar (sic) los beneficios de la profesión docente” parecen desconocer la complejidad de las circunstancias nacionales y los prejuicios culturales de un país donde el ascenso social es opuesto a la academia y, especialmente, a la docencia.
En los espacios que hoy se abren para hablar de educación la escuela se sigue concibiendo como una especie de arca de Noé: un lugar irreal y aislado de la vida y de la sociedad, donde se encierran unas especies para ser salvadas por un héroe humilde, solitario y abnegado, que navega a contracorriente, mientras la sociedad descree de la misión que le ha encomendado. Ese maestro, a quien se evalúa con criterios tan distintos a los de sus gobernantes y a quien eventualmente se condecora en ceremonias presididas por empresarios y ministros que pontifican sobre educación y hacen simposios, cumbres y cocteles en su nombre, sigue siendo el convidado de piedra. Faltan su voz y su saber en este debate. Miren los simposios que promueven los medios y deduzcan cuál es el verdadero reconocimiento social del maestro.
Yolanda Reyes