En la edición de agosto de la revista ABC del Bebé, Yolanda Reyes colaboró con este artículo, tan pertinente para estimular la creatividad de los niños fuera del jardín o la escuela.
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¿Quién dijo que todos los cielos son azules y que todas las montañas son marrones? Quién te enseñó a pintar todas las casas con tejados triangulares y a buscar moralejas en todas las historias? ¿Recuerdas hace cuánto aprendiste a dibujar ese sol siempre amarillo, con carita feliz y rayos simétricos saliendo de un círculo perfecto? La mayoría de los que hoy somos adultos hemos sido víctimas de esos estereotipos y quizá hemos olvidado quiénes, cuándo y dónde nos los enseñaron.
¿Fue en casa, en el jardín de infantes o en la escuela? El caso es que, para aprender esas lecciones, tuvimos que dejar atrás lo que sentíamos, veíamos, olíamos, tocábamos… El mundo no es así de simple y basta con abrir los ojos y detenernos a mirar. Hay cielos de color naranja, con visos violetas, grises o verde oscuros. Hay montañas plateadas por la luna o doradas por el sol y casi siempre son multicolores, como el mar. Cada uno puede verlas diferentes. Entonces, ¿qué sucede a la hora de pintarlas?
Quizás sucede que perdimos la capacidad de ver con todos los sentidos. Y junto con esa lección de las formas y los colores «apropiados» para cada cosa, aprendimos otra lección demoledora: que la experiencia del arte está reservada para unos pocos. Que no servimos para pintar, cantar, bailar o contar historias; que no podemos inventarnos nada. Que el mundo se divide en unos pocos genios, con talento, y en otra masa enorme de personas que debe conformarse con copiar y repetir esquemas. Y lo más demoledor de la lección es que, sin darnos cuenta, podemos seguirla transmitiendo en las próximas generaciones: de padres a hijos; de maestros a alumnos.
No he encontrado jamás un pequeño que diga que no sabe pintar o que lo haga igual a otro. Sus casas, sus mares y sus garabatos son tan diferentes como sus huellas digitales. Basta entregarles un papel y unas pinturas para que cada uno, entusiasmado, se ponga «manos a la obra». Mientras más pequeños, más embadurnados quedan. Se pintan las manos y los pies, revuelven los colores y muchas veces terminan con un mechón verde en la cabeza o con algún diente azul. Del mismo modo, cuando escuchan música, se lanzan a bailar, a palmotear o a tararear. Ninguno baila o canta igual, pues sus voces y sus cuerpos son distintos. En cambio, los maestros, los padres e incluso los hermanos mayores casi siempre se sienten observados y evaluados. Hay que trabajar mucho con ellos para que se atrevan a desaprender lo que aprendieron en tantos años de colegio y universidad y suele tomarles mucho tiempo desprenderse de la carga de estereotipos, de los «tú no sabes» o «no puedes».
Hay que invitarlos a salir al patio de recreo para que se acuesten en la hierba a «leer» las nubes y se sorprendan con sus innumerables formas. Hay que invitarlos a tocar, a cerrar los ojos y a sentir los sonidos del viento. Hay que enseñarles lo que alguna vez supieron: que todos tenemos nuestras propias formas de sentir y de expresarnos.