Estas páginas están abiertas al debate, a la reflexión y al intercambio. Todas las escrituras son bienvenidas.
En su columna para El Tiempo del lunes 19 de marzo, Yolanda Reyes escribió:
«Empapelemos Bogotá con carteles de ‘se buscan vándalos de Transmilenio’. Si son menores de edad y salen en las cámaras subidos en el techo de los buses o saqueando estaciones con sus uniformes, ¿bastará con que comparezcan en familia para ser judicializados? ¿Alcanzarán los salarios de sus padres para pagar sus desmanes, como suelen hacer algunos de sectores más favorecidos cuando sus hijos estrellan carros o matonean, en carne propia o por la web, a sus compañeros? ¿Volvemos al debate que nos apasiona en Colombia sobre la urgencia de reducir la edad de responsabilidad penal? ¿A los once años?
Algo nos dicen los actos del 9 de marzo sobre nuestros muchachos y sobre nuestro rol como “adultos responsables”, y es nuestro deber reflexionar sobre los niños que estamos criando para preguntarnos cómo se conjuga, en la práctica, la corresponsabilidad de Estado, familia y sociedad, que es un pilar del Código de Infancia y Adolescencia de 2006.
Rebobinemos la película: en medio de estaciones destrozadas, el Alcalde Petro acusaba a los del Polo por haber instigado la protesta con el MOIR, Clara López rechazaba las acusaciones, el Senador Robledo amenazaba con un debate por calumnia y la policía anunciaba medidas punitivas. La escena, simbólicamente elocuente, recordaba las pataletas de los pequeños, cuando pierden el control frente a sus aterrorizados padres y ellos, en vez de contenerlos con firmeza, vociferan y se recriminan mutuamente. Ya conocemos el final: el pequeño tirano se levanta del piso, sin una lágrima, y logra lo que quiere.
Los hechos del 9-M confirman la impotencia que reportan los maestros de Bogotá y de otros lugares y su temor de hacer cumplir las normas y sancionar a los estudiantes cuando las incumplen, para evitar violentas represalias a la salida del colegio. El fenómeno, que preocupa a maestros, rectores y algunas redes de padres, nos habla de currículos ocultos enmarcados por la ley del dinero y del más fuerte; de toques de queda y de control territorial impuestos por pandillas y de una cultura delincuencial que es el modelo en muchos barrios donde los niños están solos y librados a su suerte. ¿Qué puede hacer la escuela, en medio de un campo minado, y tantas veces sin presencia de los padres?
Muchos jóvenes nos han dado lecciones valiosas sobre las formas pacíficas de participación y de protesta y sería injusto generalizar, pero la crispación que presenciamos el M-9 no puede pasar inadvertida. Quizás nos dice que tantos años de guerra y violencia han dejado secuelas en la manera de tramitar los conflictos y que esa mezcla de anomia y represión en la que nos hemos y los hemos educado es caldo de cultivo para la anarquía contagiosa que presenciamos ese viernes y puede repetirse. ¿Cómo apelar a la autonomía juvenil y a las vías civilizadas de protesta en una ciudad que ha sido saqueada, en un sistema de transporte que maltrata, en un país donde la autoridad, estatal y familiar, se ejerce solo después de los desmadres?
¿Qué límites y normas contienen a nuestros niños en un momento existencial en el que los marcos claros les son indispensables para aprender a regularse? ¿Qué lecciones les da el país sobre la responsabilidad por las acciones y la reparación de los daños? Así como quisiera ver a estos muchachos reconstruyendo los destrozos, al lado de adultos coherentes y firmes, quisiera ver comparecer ante la justicia a los funcionarios que han huido con la disculpa de no confiar en ella. Y quisiera oír un discurso educativo nacional que trascendiera la obsesión por los resultados de las pruebas Saber, para conectar lo que sucede dentro y fuera de las aulas. Por cierto, ¿dónde quedaron las competencias ciudadanas? ¿Qué fue de la cultura ciudadana que alguna vez nos hizo enorgullecer de Bogotá? Es urgente abrir el debate más allá de los muros de la escuela.»
Yolanda Reyes