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En su columna para El Tiempo del lunes 20 de febrero de 2012, Yolanda Reyes escribió:
«Una colega me contó que, en un congreso pedagógico, varios académicos españoles declararon que los maestros de su país eran excelentes, en tanto que otro objetó que no se podía generalizar, pues también había maestros apenas buenos, otros regulares y algunos malos. A una colombiana dedicada a formar maestros como ella, le pareció insólita la discusión porque aquí se parte de la generalización contraria: los maestros somos considerados pésimos; una caterva de “izquierdosos”, que hace paros para exigir reivindicaciones como salud, vacaciones y pensión, y que protesta porque le aumentan el número de estudiantes y la carga académica. ¿Estudiar pedagogía? Te vas a morir de hambre, es la reacción automática. ¿Acaso qué colombiano se enorgullece de tener un hijo maestro, como se ufana de tener hijos médicos o abogados?
Contrariamente a lo que sucede en países como Finlandia, donde ser maestro tiene gran prestigio social, lo cual se refleja en los resultados de las pruebas PISA, en la excelencia requerida para ingresar a la carrera docente y en buenos salarios, el maestro colombiano es considerado un profesional de segunda. Si estudió pedagogía fue quizás porque no le alcanzó el ICFES para hacer “una carrera seria”. Si pide un sueldo decente y tiempo remunerado para leer, investigar, preparar clases, evaluar o, simplemente, recuperarse de sus extenuantes jornadas, le endilgan “falta de mística”. Porque esa es otra representación social: maestro se asocia con sacrificio, apostolado, paciencia y pobreza. ¿Quién no recuerda la expresión “el profesor Mockus”, dicha con tono despectivo en la campaña presidencial? ¿O qué maestro colombiano ha llegado a ser Ministro de Educación, por ejemplo?
Dice el periódico que, en el marco de la Estrategia De Cero a Siempre, “serán capacitados 46.000 agentes educativos” y, aunque entiendo que el término se acuñó para involucrar madres comunitarias, bibliotecarios, profesionales de la salud y familias en la educación inicial, se me ocurre que la denominación hace parte del mismo síndrome. ¿“Agente educativo” significa algo así como “proveedor de clases”? ¿Dirán los niños que su agente educativa les leyó un cuento o les secó las lágrimas? ¿Por qué no llamarnos maestros, ese sencillo título honorífico que se usa en otros países? Maestro Fuentes, Maestra Mistral… ¡Maestro!
En este pacto gubernamental por la educación, echo de menos una posición de fondo sobre el lugar del maestro, desde la educación inicial hasta la universitaria. ¿Cómo hablar de primera infancia, de Plan Nacional de Lectura, de reforma a la educación superior o de calidad educativa sin poner, no solo al niño, sino al maestro en el centro? ¿Es posible ser buen maestro sin condiciones dignas de salud, salario y descanso, sin horas para reflexionar, sin oportunidades de formación permanente y sistemática, y sin voz en los escenarios donde se toman decisiones? Si alguien ha sido maestro, sabrá lo que significa volver a casa después de la jornada escolar. Hagan la prueba y me cuentan si es injusto pedir recreo.
Por supuesto, no somos perfectos. Ni apóstoles ni héroes, pero tampoco villanos. Somos gente, simplemente. Con un oficio que casi a todos nos gusta y que intentamos hacer lo mejor posible, pese a las dificultades. Con hijos, parejas, miedos, sueños, y achaques –pues también nos enfermamos– y con una vida fuera del aula que afecta lo que enseñamos.
En otro congreso de educación inicial en Chile, Ken Pugh, un eminente neurólogo de la universidad de Yale dedicado a estudiar la relación entre lectura y cerebro, comenzó su conferencia diciendo a las maestras de párvulos que era un honor compartir sus investigaciones con ellas, que tenían a su cargo la importante tarea de construir el cerebro humano. Nada más y nada menos: el corazón y el cerebro. ¿No es un trabajo para quitarse el sombrero?»
Yolanda Reyes