Estas páginas están abiertas al debate, a la reflexión y al intercambio. Todas las escrituras son bienvenidas.
En su columna para El Tiempo del lunes 2 de abril de 2012, Yolanda Reyes escribió:
«Presidente Obama: escribo esta columna antes de su llegada a la Cumbre de las Américas, con la esperanza de que sus asesores sientan el deber de traducirla y adjuntarla a su carpeta. Escribo por encargo, en nombre de muchas voces inaudibles que no llegarán a Cartagena.
Muchos protagonistas de la guerra de las drogas que libramos aquí tienen la edad de sus hijas –incluso, son menores–. Si bien se ha repetido que en este y otros países de Latinoamérica ponemos a los muertos, aún no se ha dicho que en esta guerra de la cual se lucran los adultos, las víctimas, en gran parte, son los niños. Por eso es importante que, al discutir el tema, usted y sus colegas sepan que, en sus manos, están otras pequeñas y que detrás de cada hectárea que alimenta la demanda exterior, hay mano de obra barata, invisible y en peligro.
“Los niños de las amapolas” podría ser el título de un cuento perverso. Tal vez ha visto fotos de plantaciones, pero quizás ignora que los capullos quedan a la altura de las manos infantiles y que cuando un pequeño –de cinco años, por ejemplo– raspa la flor para extraer “la leche” que ha de convertirse en opio, su cuerpo puede esconderse entre las matas. De esa ventaja que beneficia al negocio clandestino, hablan, con pánico, madres de Nariño y Putumayo. Sus hijos trabajan en jornadas agotadoras, como gnomos de la selva, en vez de ir al kínder. Si lloran, los eliminan, cuentan ellas.
Con una palabra intraducible, “raspachines”, llamamos a quienes raspan hojas de coca. En tiempo de raspar, los niños se ausentan de la escuela y es un secreto a voces que la precaria economía familiar depende de la coca: “Yo me meto en la tina y piso la coca, de ahí sale algo blanco; después la echamos en la olla y prendemos candela”, relata un aprendiz de 7 años. En las “cocinas”, otra palabra de nuestro diccionario clandestino, han crecido muchas generaciones, y el círculo de inequidad y de pobreza se agrava por los “efectos colaterales” de la fumigación. “Cuando fumigan, el veneno alcanza a caer sobre nuestros cultivos de plátano o de yuca… algunos tenemos manchas en la piel y los niños siempre están enfermos. Desde que nacen tienen tos”, relata un campesino.
Se sabe que los corredores estratégicos por los que pasa la droga hasta que es embarcada para la exportación han sido el terreno de los grupos armados y la coca, el combustible de la guerra, ha creado una cultura delincuencial en la que perdemos y seguimos perdiendo miles de niños. La edad promedio de reclutamiento ilegal en Colombia es de once años y el “quién da más” que ofrecen guerrilleros, paramilitares y bandas criminales es una tentación a la que resulta imposible resistirse, sobre todo cuando no hay otras opciones.
Los “jíbaros”, otro vocablo intraducible para denominar a los vendedores de drogas, crecen en las puertas de los colegios y quienes se encargan del micro tráfico, saben que “envenenar” a los menores es la mejor manera de mantener sus “ollas”. Así los involucran en el narcotráfico, el comercio sexual y el sicariato, que mezcla producción, venta y consumo, y que impone la ley del más fuerte en barrios de nuestras ciudades.
Con este somero recorrido que no le mostrarán en la ciudad amurallada, notará que esta guerra al margen de la ley –al margen del lenguaje– está perdida. ¿Cómo controlar un negocio que se valoriza de ese modo, justamente por hacer parte de un mercado negro, ilegal e incalculable que se extiende en todo el mundo? Usted ha dicho que la despenalización no es un tema de su país y es comprensible que en vísperas electorales le resulte tan incómodo. Pero si piensa que en esta esquina de lo que llamamos “las Américas” hay niños y niñas jugándose la vida, entenderá que llegó el momento de pensar en ellos. ¿Acaso son distintos de los suyos?»
Yolanda Reyes