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En su columna para El Tiempo de hoy, lunes 3 de agosto de 2015, Yolanda Reyes escribió:
«La tierra y la sombra»
El arte de mostrar la aldea para ser universal: eso que a veces logran ciertas obras, de indagar en nuestra particularidad, en lo que no parece interesarle a nadie más, para decirnos algo que nos concierne a todos y que nos conecta con nuestra común humanidad… Eso se podría decir de “La Tierra y la Sombra”, la película dirigida por César Acevedo, que se ha ganado tantos premios, coronados por la Cámara de Oro del Festival de Cannes. Pero hay más.
Hay una historia, una de tantas que suceden todos los días en muchos campos del país. Los exteriores son los cañaduzales del Valle del Cauca y el interior es una casa humilde, una de tantas, en donde vive una familia campesina, como tantas, conformada por una mujer, su hijo, su nuera y el niño de los dos. Un día, entre una nube de polvo, de esas que envuelven a la gente que anda por el campo, llega el padre que los había dejado. Regresa para cuidar al hijo enfermo y a su nieto, mientras las mujeres de la casa reemplazan al hijo en el trabajo que solía hacer en el ingenio. Y, claro, está también el ingenio azucarero. No sale la cadena completa de producción, sino el eslabón más débil donde se ubica la película para dar cuenta de ese trabajo de sol a sol que aún siguen haciendo tantos campesinos, hasta doblarse, hasta enfermarse, hasta morir.
Los personajes, que no son actores profesionales, tienen esa parquedad que parece identificar a los campesinos y que les confiere ese aire impenetrable, que no se sabe bien si es tosquedad o timidez, pero que el director y el fotógrafo van iluminando con una mezcla de respeto e intuición, para revelar tantos matices. Y así, paulatinamente, en medio de frases breves, propias de una lengua circunscrita a lo fáctico, se va colando la belleza. La relación que construye el abuelo con el nieto, el canto de los pájaros que le enseña a imitar, el cumpleaños, el vuelo de la cometa, la risa, los recuerdos que amarran los juegos del niño con los del padre y todas esas pequeñas cosas que marcan las infancias, incluso en circunstancias difíciles, van construyendo un mundo donde confluyen la vida y la muerte, el odio y el amor, y todo lo que hay en la mitad. Y en donde también hay algo –perdón si suena a lugar común– profundamente colombiano.
Si fuera una película de Óscar, tal vez los pajaritos se habrían aparecido en el comedero que construyó el abuelo para darnos un respiro y alegrar al niño –ese niño que tanto se parece a nuestra infancia– en los momentos más dramáticos, cuando nos falta el aire porque una tristeza lejanamente conocida nos invade. En las entrevistas que he leído, César Acevedo se ha referido a esa tristeza que lo llevó a necesitar hacer esta película. Quizás es de esa necesidad de donde proviene no solo la autenticidad de su ópera prima, sino la empatía que sentimos con los personajes, pero quizás también nuestra conmoción provenga de la memoria difusa de haber estado alguna vez en ese lugar; de ser eso que somos en el fondo: hijos, nietos o bisnietos de alguien que tuvo que tomar la decisión de abandonar el campo… o de quedarse.
Los que se van, los que se quedan. El campo que se sigue quedando solo, los hijos condenados a elegir entre las oportunidades y ese mundo cerrado donde solo se quedan los mayores: los que no quieren (o no pueden) irse. Pero en medio de tanta historia que no cambia, la novedad es que un equipo de jóvenes se ha formado y trabajado, también de sol a sol, para salir del esquematismo de las noticias sobre bandos en conflicto y dar noticias de ese país que casi nunca vemos, (a no ser que haya un paro agrario), que tiene tanto de luz como de sombra y que es así, sin concesiones, pero con tanta sensibilidad y tanto respeto, como merece ser contado.
Yolanda Reyes