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En su columna para El Tiempo de hoy, lunes 1 de abril de 2013, Yolanda Reyes escribió:
Niños blindados:
La moda del miedo
“Colombia ahora exporta ropa blindada para niños de EE: UU”, leí un titular de El Tiempo, pero por más que releí la noticia completa, no encontré un asomo de doble sentido que propusiera algún debate o que dejara un resquicio para albergar dudas. Según decía el redactor, los clientes del empresario colombiano, conocido como “el Armani de la ropa a prueba de balas”, solían ser presidentes, príncipes y estrellas de cine, pero ahora, a causa de las masacres en un cine de Denver y en una escuela de Sandy Hook, eran niños.
Morrales que se convertían en escudos, mantas para las puertas del aula, en caso de tiroteo, y chalecos antibalas eran parte de la colección pret a porter infantil. “Una solución para gente que quiere a sus hijos protegidos todo el tiempo”, declaraba el empresario, y añadía: “No estamos en esto para hacer dinero sino para salvar vidas”. El propósito paradójico de “salvar vidas, a costa de constreñir las de esos niños que ya no podrían corretear libremente, entre la prisión de sus ropas y el peso del miedo adulto, me recordó otra escena bogotana a la que, por estar habituados, no prestamos atención.
Me refiero a la fila de camionetas blindadas que se toma la circunvalar en días hábiles, a la altura de la calle 70. “¿Hay una cumbre de jefes de estado en Bogotá?”, preguntó un amigo extranjero al ver la profusión de escoltas y camionetas que, según sus propias palabras, “jamás, ni en película, había visto juntas”. Íbamos en taxi hacia el norte y el taxista le explicó que ese ejército de conductores, escoltas y enfermeras uniformadas recogían niños en el colegio norteamericano.
No sé qué me impresionó más: si el estupor de mi amigo, o la falta de estupor del taxista al relatar el hecho como si fuera “normal”. Aunque no habló de nuestra célebre inequidad educativa, el taxista explicó que la idea de “ser poderoso” en Colombia se medía con indicadores como el número de escoltas y el grado de blindaje del carro. Entonces recordé a un profesor inglés que se aterraba oyendo a sus alumnos de kínder preguntarse: “¿Y tú, cuántas empleadas y cuántos guardaespaldas tienes?
Mientras las camionetas blindadas entraban a recoger a sus patrones ¡de 5 años!, mi amigo comentó que a los niños les sentaría muy bien caminar con ese sol que iluminaba los cerros. Ya le habíamos contado que la mayoría de colegios quedaba muy lejos de las zonas residenciales, lo cual obligaba a los niños a atravesar la ciudad durante interminables trayectos en bus, y que ese colegio era una de las pocas excepciones. “¿Cuánto tráfico se podría evitar si los alumnos del vecindario caminaran cinco o diez cuadritas a su casa?”, agregó el taxista.
Pensé en otro amigo extranjero que decidió regresar a su país cuando su hijo estuvo en edad escolar pues le causaba pavor la típica imagen bogotana de ver muchachos con barba haciendo “relajo” en sus buses de colegio, en vez de usar el transporte público, y me acordé también de un empresario chileno que contaba cómo lo recibieron sus posibles socios colombianos en El Dorado, con un despliegue de 4×4 blindadas, escoltas y sirenas, para demostrar su poderío… ¡Y casi logran el efecto contrario de hacerlo huir, despavorido, ante semejante imagen de narco pánico!
Esta guerra simbólica que se enseña desde la infancia parece más peligrosa que cualquier riesgo real y cabe preguntarse desde cuándo convertimos el miedo y la desconfianza en indicador de estatus. Si se venden apartamentos con “cuartos de escoltas” para valorizarlos y se blindan los carros para evitar el pico y placa, ahora exportamos, además de narco novelas, corsés infantiles. Pero una cosa es hacer negocios y otra es vender esa pedagogía del miedo a los nuevos ciudadanos, sin albergar, por lo menos, un sano asomo de duda.
Yolanda Reyes