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En su columna para El Tiempo del lunes 23 de enero, Yolanda Reyes escribió:
“Esos momentos, captúrelos con Kodak”, se me vino a la cabeza la vieja propaganda al leer que la empresa se declaraba en quiebra, y pensé que toda una forma de “capturar” la vida se había roto. En realidad, hace mucho se está resquebrajado, según lo anuncian las señales: la quiebra de las enciclopedias por cuotas y de tantas librerías, la del correo y las estampillas, la de los álbumes de fotos y los revelados de una hora, la de Grecia, Portugal y el mundo financiero… Pero no deja de tener su simbolismo la noticia.
Así como mis hijos fueron rotulados como “generación X” o “Y”, la mía y también la de mis padres y sus padres se escribió con K de Kodak. ¿Acaso quién no recibió la responsabilidad de una Kodak como regalo iniciático en fechas memorables? ¿O quién pudo escapar de la frustración de velar el rollo, con 36 fotos de un viaje, por abrir su cámara a destiempo? Aún puedo evocar la Kodak Instamatic con la que mi mamá capturó nuestra niñez y mi álbum de familia refleja el cambio de bebés en blanco y negro a niños Kodachrome, esa palabra que Paul Simon convirtió en canción. Y de repente, todo parece tan anacrónico como esos negativos en los que parecíamos monstruos de enormes labios blancos.
Hace tiempos dejé de hacer álbumes de fotos. Mi hija mayor alcanza a tener registro casi hasta su adolescencia, en tanto que el menor apenas puede recapitular su historia “de corrido” hasta salir con su sonrisa mueca de 6 años. Esos álbumes que mostraban, con el pasar de páginas, el paso de la vida también son parte de un mundo en vías de extinción. Si la fotografía, como dice Susan Sontag, es “el inventario de la mortalidad”, y nos hace seguir “del modo más íntimo y perturbador la realidad del envejecimiento de las personas”, quizás no sea una mala noticia que ahora las fotos no se recojan en la forzosa cronología de un álbum, sino que se exhiban en la sincronía de las redes sociales, para quedar luego archivadas en formatos que se desactualizan a la velocidad con la que se vuelve obsoleto el celular. Tal vez es más sencillo vivir así, sin ese hilo que amarra el antes y el después y que se ha quebrado: como Kodak.
Supongo que me estoy volviendo vieja porque me llama la atención la forma como los padres capturan cada instante de sus hijos, desde el momento de nacer o incluso desde antes. A veces los veo tan absortos con sus celulares y sus cámaras, que me parece que se pierden la emoción irrepetible del instante. Ese estar ahí, viviendo simplemente, ha dado paso a la obsesión por mirar, no con los ojos, ni mucho menos a los ojos, sino a través de lentes fotográficos. ¿A dónde irán a parar las mil y una imágenes que guardan las memorias de sus cámaras? ¿En qué nubes quedarán almacenadas para verlas cuando, de esos niños, solo queden sus caritas pixeladas?
Sontag decía que las fotos son “una evaluación del mundo”. Pero eso era antes, cuando había que elegir lo que merecía fotografiarse, porque revelar –reveladora esa palabra– tenía un costo y un tiempo largo de expectativa entre el click y el resultado. Ahora, en cambio, sin la presión del costo y liberados del temor a no ser fotogénicos, puesto que todo se puede borrar y lo que no, lo arregla photoshop, parece que hubiéramos perdido el recato y la modestia, para quedar sobre expuestos a una cámara.
Tal vez por eso, extraño aquellos viejos tiempos en que la gente solía acercarse a conversar y hacer preguntas al final de una charla o de un encuentro con el autor, en vez de pedirme posar para fotos que nunca vuelvo a ver y que, sospecho, son tan efímeras como el abrazo y la sonrisa que nos unen mientras dura el disparo. Algo ha cambiado entre la “máquina de retratar” que popularizó Kodak y estos dispositivos que permiten borrar y “retractarse”, hasta lograr imágenes perfectas de casi todo… y casi nada.
Yolanda Reyes