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En su columna para El Tiempo de hoy, lunes 28 de octubre de 2013, Yolanda Reyes escribió:
Lectura y capital simbólico
Hay un imaginario de lector que circula más de lo que nos atrevemos a admitir y que podría formularse en estos términos: el lector, a menos que sea un profesor o un estudiante, obligado a leer durante el tiempo exclusivo que duren sus estudios, es alguien a quien le sobran tiempo y plata, o las dos cosas. ¿Un vago, un jubilado, una millonaria, un cura, una escritora, un ermitaño? Esos estereotipos ilustran una separación entre la lectura y lo que llamamos “actividades productivas”, arraigada desde los tiempos del colegio o quizás desde antes de nacer.
La vieja separación ha configurado también unas fronteras invisibles que separan, mucho más que las fronteras físicas de nuestras ciudades, a quienes tienen capital simbólico de quienes no lo tienen. Sin embargo, el mundo del aprendizaje, el de las profesiones y el de las invenciones humanas se sustenta, en gran medida, sobre la capacidad para operar con símbolos, que parece una segunda piel cuando se ha recibido y que es tan difícil de suplir cuando ha sido negada.
Ese capital simbólico se construye –o no– desde la infancia con la nutrición lingüística y cultural que brindan los adultos y, al contrario de lo que suele pensarse, no es un regalo ni un talento innato que distingue a unos pocos elegidos, sino un derecho. Pero la calidad del lenguaje, que es la herramienta por excelencia para hacer efectivo el derecho a la educación y a la cultura, es más desigual que la de la vivienda o la de los servicios públicos. Y digo calidad del lenguaje, porque resulta muy difícil analizar, filtrar, interpretar y criticar –y, por supuesto, escribir, así sean ecuaciones, mensajes, novelas o trabajos de investigación en cualquier campo– con un repertorio lingüístico escaso y circunscrito a los apremios de la vida cotidiana.
En muchos países, y en algunos sectores de este país también, es habitual que los padres les lean cuentos a sus hijos desde pequeños. Algunos lo hacen porque lo hicieron con ellos cuando eran niños y, además de disfrutar aún hoy de sus beneficios, conservan el recuerdo de un vínculo afectivo y de un tiempo placentero ligado a la lectura. Otros, al contrario, lo hacen pues han vivido en carne propia los perjuicios que produce la carencia de lenguaje y aspiran a cambiar la historia de sus hijos. Sin embargo, una gran mayoría de familias no considera la lectura como fuente de nutrición emocional y cognitiva, pues esa idea no viene con el ADN, no suele ser clara para los pediatras ni para los primeros maestros que influyen en los padres, ni mucho menos para esta sociedad basada en el dinero fácil.
Por ello, al lado de las políticas de largo plazo para apoyar la lectura, estos momentos especiales como La semana del libro infantil y los festivales de librerías que se celebran en octubre contribuyen a asociar la lectura con el tiempo libre de la gente y a crearle necesidades que no sabía que tenía. Y dado que los vínculos de la lectura con las capacidades de pensar y construir sentido, o incluso la idea de que es posible construir sentido, no son evidentes para la mayoría, propiciar encuentros creativos entre las familias y los libros es una forma de vincular el ejercicio de las ciudadanías –las reales y también las simbólicas– con actos cotidianos como contar cuentos para nutrir la psiquis de los niños.
Si está claro que una condición esencial para salir de la pobreza es tener una vivienda digna, también es prioritario construir los cimientos de esas “casas imaginarias” para cerrar las brechas de exclusión que separan a los niños que crecen envueltos entre historias, de aquellos a quienes condenamos a la peor pobreza de todas, que es la carencia de imaginación y de palabras.
Yolanda Reyes