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En su columna para El Tiempo de hoy, lunes 21 de enero de 2013, Yolanda Reyes escribió:
Examen de admisión para bebés
¿En qué fallamos? , pregunta una mamá llorosa, ante la negativa de un prestigioso colegio. “Tenemos un cupo limitado para el número de solicitudes que se reciben, encontrando niños con altos niveles de desempeño para su edad, gracias a su condición madurativa. (sic). Dado lo anterior, desafortunadamente no nos es posible ofrecerle el cupo a su hijo”.
Tomado de su mano, un niño de 3 años no entiende la razón de la tristeza materna. Lo que sí parece intuir, a juzgar por su expresión, es que se relaciona con él. Cierta sensación de haber defraudado expectativas se refleja en su carita. ¿Primer fracaso escolar? Esa palabra debería estar proscrita en el vocabulario infantil. Aquí explican por qué no lo admitieron, añade la mamá, mientras lee “la valoración realizada…producto de las habilidades que el niño reflejó en la mañana recreativa”, (sic), ese eufemismo que se usa para reemplazar lo que es en realidad: un examen de admisión para bebés.
Pese a la prohibición explícita en el Artículo 8 del Decreto 2247 de 1997, firmado por el Ministro de Educación Jaime Niño y por el presidente Ernesto Samper, según el cual “el ingreso a cualquiera de los grados de la educación preescolar no estará sujeto a ningún tipo de prueba de admisión o examen físico o de conocimiento” y pese a que ese decreto reglamenta que “el manual de convivencia establecerá los mecanismos de asignación de cupos, ajustándose estrictamente a lo dispuesto en este artículo”, después de 16 años la historia se repite, de cero a siempre, ante la vista gorda del MEN y ante la impotencia, el miedo o la complicidad de los padres, en los planteles más prestigiosos.
Así, los niños pasan “mañanas recreativas”, de colegio en colegio, creyendo que juegan, saltan y pintan espontáneamente, frente a evaluadores que los observan como si fueran monos de circo, para dar veredictos sobre su coordinación ojo-mano, su equilibrio, su agarre del lápiz, sus niveles de lenguaje y de concentración, su seguimiento de instrucciones y su “madurez” de tres años. Y si el niño llora por miedo a estar en un lugar extraño, si tiene fiebre, si durmió mal, si se niega a pintar su figura humana o a hablar con desconocidos, o si simplemente es niño, y tiene fortalezas y debilidades y un proceso de desarrollo que no siempre es fácil de ver, se juega el ingreso.
¿Puede ser un criterio de selección “tener altos niveles de desempeño” a los tres años? ¿No es la tarea primordial del colegio asumir que los niños son educables, y más educables que nunca, según hoy lo afirman incluso los comerciales de televisión, durante la primera infancia? ¿A qué se compromete un colegio: a trabajar con quienes sobresalen para mantener su promedio del ICFES o a formarlos a todos, reconociendo que son diferentes, y que ese es su maravilloso desafío?
Por supuesto, hay un principio de realidad y, si muchos quieren el mismo colegio y no caben, el Ministerio reconoce la autonomía institucional para asignar cupos. En ese sentido, los procesos de admisión pueden ser una oportunidad para que padres e instituciones se conozcan mutuamente, evalúen opciones y determinen cuáles son más cercanas a sus respectivos proyectos pedagógicos y vitales. Sin embargo, esos procesos se tramitan entre adultos y el sentido del decreto fue quitarles a los niños la responsabilidad de definir su destino escolar mediante discutibles pruebas de desempeño.
Ese decreto, del milenio pasado, respondió a la preocupación de psicólogos, educadores y especialistas frente a las consecuencias emocionales y familiares derivadas de someter a los pequeños a una mal entendida presión académica. Hoy, cuando está claro que el desarrollo infantil no significa adiestramiento ni precocidad, es importante que los padres sepan lo que la ley prohíbe hacer con sus hijos. Elegir instituciones que respetan las normas educativas vigentes puede ser un buen criterio a la hora de buscar colegio.
Yolanda Reyes