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En su columna para El Tiempo de hoy, lunes 15 de octubre de 2012, Yolanda Reyes escribió:
Dime de qué colegio eres…
¿En qué colegio están sus hijos? La pregunta, nada inocente, es perfecta para ubicar rápidamente a un recién conocido en la pirámide social colombiana. Como sería “de mal gusto” iniciar una charla indagando por el sueldo o el estrato, el colegio indica, con escaso margen de error, no solo quién es quién, sino quiénes serán sus hijos en este país, uno de los más inequitativos del planeta.
Esa preocupación educativa como salvoconducto social, que desvela a las familias en el ámbito particular, contrasta con la indiferencia que suscita la educación, como bien público y objeto de veeduría. Las escasas reacciones generadas por las amenazas a María Elvira Carvajal, Directora de Cobertura de la Secretaría de Educación Distrital, comprueban que la educación tiene pocos dolientes. Si se tratara de obras públicas, habría titulares de primera página, debates mediáticos e indignación generalizada. Quizás eso sucede porque todos pasamos por las mismas vías y puentes, en tanto que no todos pasamos por la educación pública.
No tenemos experiencia, es cierto. Durante muchas generaciones nos hemos formado en dos escuelas rotas, sin puentes: una que se paga y a la que asisten quienes dirigen el país, la economía y la opinión, y otra que se regala a quienes no pueden pagar, ¡y se espera que la agradezcan! El desprecio por “lo público” que aprendemos con las primeras letras nos hace mirar sin sospechas la privatización de las bibliotecas, los parques, los jardines y los colegios que se entregan a “operadores particulares” con el argumento de que el Estado no tiene capacidad. Si bien muchas veces la entrega se propone como solución provisional, en Colombia no hay nada más definitivo que lo provisional.
El problema del que se ocupa ahora la SED, en medio de amenazas, se remonta a la administración Peñalosa, cuando se afrontó la carencia de cupos escolares de Bogotá mediante dos mecanismos: el de los colegios en concesión, que construía la Secretaría y entregaba a instituciones con trayectoria pedagógica reconocida, y el de los convenios con colegios privados ya existentes en zonas de la ciudad donde había déficit de cupos. La solución, seguramente bien intencionada, de invitar a colegios particulares a recibir estudiantes pagados por la Secretaría, se volvió un próspero negocio, muchas veces tan turbio como el del carrusel de la contratación de obras. Ciertos modestos colegios pasaron de tener una casa alquilada a construir emporios pagados con dinero público y a disputarse un botín de niños: por cada cabeza recibían una plata segura al año. ¿Qué tal 17 mil millones de pesos anuales pagados a una sola familia?
Eso fue lo que encontró la actual administración, según lo documentan las investigaciones publicadas por Juan Camilo Maldonado en El Espectador y las de este diario. La directora Carvajal comprobó, estupefacta, que los mismos colegios oferentes se autoevaluaban por internet y podían incluir virtualmente lo que quisieran: laboratorios inexistentes, hojas de vida de profesores fantasmas o metros de aulas que nadie verificaba. Y por ser un negocio tan bueno, hay mucha gente involucrada: desde concejales, hasta abogados expertos en presentar tutelas para cambiar a los estudiantes a esos colegios privados.
Lo más grave es que muchos de los cupos pagados a particulares ya los puede cubrir la SED con los colegios que ha construido, pero los padres “prefieren”, quizás bajo presión de esos carteles educativos o quizás por el síndrome nacional de desconfiar de lo público, un colegio privado. “Mi hijo va a la privada”, dicen con orgullo. ¿Cómo cambiar esa idea si lo público no es de nadie, si no suscita debate? La imagen de una maestra, amenazada por ver lo que tantos no vieron, es elocuente. ¿Desde cuándo, por qué y quiénes no vieron? ¿Cómo avanzan los organismos de control en este carrusel, montado con nuestra plata y a costa de nuestros niños?
Yolanda Reyes