Por: Pilar Posada
Decir “sonido, palabra y movimiento» en el universo infantil es decir tres cosas distintas y es decir la misma cosa. Cuando pienso en las tres palabras que hoy nos convocan, experimento algo semejante a lo que sentía de niña al tratar de captar con mi lógica temprana el misterio de la Santísima Trinidad: tres personas distintas y un sólo Dios verdadero.
Para un niño el sonido, la palabra y el movimiento están estrechamente entrelazados. El movimiento se hace sonido, el sonido se vuelve palabra, la palabra acompaña al movimiento. Cuando mi hija menor me cuenta una historia (y ya tiene diez años), siempre la acompaña de una serie de movimientos y desplazamientos, que va organizando a medida que va deshilvanando su historia. Si estamos en mi cuarto, da vueltas sucesivas y rítmicas por los bordes de la cama y de pronto introduce un elemento contrastante (un salto, un giro) en su serie ordenada de pasos. Si está en el baño, preparándose para tomar una ducha, recorre una y otra vez los bordes de la bañera, vueltas que acompaña de algún golpecito, toque percusivo intencional que contribuye a intensificar la emoción de su relato. En medio de mi irritación adulta, por el movimiento incesante, y a veces sin poderme contener pidiéndole que por favor me cuente la historia mientras se queda quieta, me pregunto por esa necesidad básica, por ese impulso primordial que parece animarla, y que hace que palabra, movimiento y sonido sean para ella un todo indisoluble.
Un todo indisoluble para ella y para todos los niños con los que he tenido la suerte de jugar, cantar y tocar en mis ya muchos años como educadora musical. Siempre que les estoy enseñando una canción y espero que se queden muy quietos, atentos a las maravillas del texto, a la fascinación del ritmo, a la gracia de las aliteraciones, unos cuantos, animados precisamente por ello, comienzan a percutir en sus cuerpos en el momento justo en que necesitaba toda la atención puesta en el texto de nuestra canción. Otros, animados por el sentido del texto mismo, salen disparados del círculo congregante y comienzan a galopar, a saltar o a girar por el salón, haciendo trizas mi ceremonial docente. Sí. Un registro los lleva siempre al otro. Se mueven cuando hablan, producen sonidos cuando se mueven, hablan produciendo otros sonidos además de la palabra misma. Sonido-palabra, palabra-movimiento, movimiento-sonido. Sonido-palabra-movimiento.
Aporte de Carl Orff
Ya muchos otros antes que nosotros constataron esta unión orgánica entre sonido, palabra y movimiento en el mundo infantil e hicieron de este hecho indiscutible el pilar de sus propuestas pedagógico musicales. Quiero destacar, entre otros, el valiosísimo aporte del compositor y pedagogo alemán Carl Orff, quien precisamente estructuró su proyecto pedagógico a partir de la tríada: sonido-palabra-movimiento.
El marco general de la concepción orffiana sobre la educación musical infantil es que ésta debe dirigirse, desde el comienzo mismo, hacia la acción. Orff pensaba que antes de intentar llevar a los niños a la ejercitación, a la disciplina y al control psicomotor requeridos para tocar un instrumento, era preciso proporcionarles una amplia y variada gama de experiencias sonoras, lúdicas, de lenguaje, de movimiento, y de experiencias con objetos e instrumentos.
Un tal caudal de vivencias permite a los niños, en un primer tiempo, ampliar y profundizar la calidad y cualidad de sus procesos sensoriales y perceptivos, y en un segundo tiempo, producir respuestas y acciones musicales propias apoyándose sobre tales procesos. Estas experiencias múltiples con la palabra, con el sonido, con el movimiento, con diferentes objetos e instrumentos, permiten a los niños aprehender, por sí mismos y de forma espontánea, muchos elementos comunes a todos estos lenguajes. Me refiero a la intensidad, la altura, la dinámica, la velocidad, el tiempo, la forma, el ritmo, etc. Tales nociones, descubiertas a través de auténticas vivencias en estos registros múltiples, pueden entonces ponerse al servicio de una actividad musical dinámica y creativa.
Además de situar en lugar privilegiado el lenguaje y el movimiento como aspectos de la expresión humana, no sólo “premusicales” sino propiamente “musicales”, Orff diseñó un interesante instrumental que abarca instrumentos de placas (xilófonos, metalófonos y carillones) y una amplia variedad de instrumentos de percusión aptos para ser manejados tanto por niños como por personas que no tienen un especial entrenamiento en el manejo de un instrumento musical.
Tal instrumental fue creado con el propósito de permitir “hacer música” aunque no se cuente con muchos recursos técnicos. La idea básica de Orff es la de agregar a la palabra, el canto; a la palabra y el canto agregar el movimiento; a la palabra, el canto y el movimiento agregar su propio acompañamiento, para así permitir al niño experimentar activamente el ritmo, el metro, la melodía, el sonido instrumental y la práctica musical grupal. Las propuestas de Orff y su instrumental constituyen medios didácticos de gran valor para una educación musical orientada a la acción, para una educación musical en la que se pretende que los niños descubran por sí mismos el material musical y lleguen a crear música.
El ser humano es un ser simbólico
El ser humano, el ser hablante, el hablante-ser, el parlêtre, como lo denominó Jacques Lacan para definir con este neologismo lo más esencial de nuestra condición humana y aquel rasgo fundamental que nos diferencia de los otros animales, está inmerso en el universo simbólico. Receptor de sentido y dador de sentido, es el único animal que crea sistemas de signos arbitrarios, sistemas que no deja jamás de reinventar, sistemas que no cesa de modificar. Por eso hablamos múltiples lenguas y, hablando una lengua determinada, terminamos dentro de ella hablando muchas sublenguas. Por eso podemos cantar el bolero con el que fue enamorada nuestra abuela, pero también podemos inventar canciones con ritmos, palabras y melodías como las que en su época jamás fueron imaginadas. Por eso aún se bailan danzas tradicionales y al mismo tiempo no cesan de surgir nuevos bailes con formas sorprendentes de contonearse, de sacudirse, de desplazarse. En nuestro paso por la vida como seres simbólicos nos ocupamos de perpetuar, mantener y conservar lo que hemos heredado de la cultura humana que nos ha antecedido, y a la vez, nos vemos impulsados a la creación de nuevos lenguajes y códigos, y al surgimiento de nuevas maneras de hablar, de escribir, de hacer música, de danzar que puedan dar cuenta de nuestra particular y única condición como sujetos, y así expresar los procesos sociales y culturales de los cuales formamos parte.
Todos los que hoy nos reunimos aquí, estamos atravesados, de un modo u otro, por un mismo interés, por una misma vocación, por un mismo tipo de trabajo, por un mismo anhelo. Todos estamos atravesados, de una forma u otra, por la misma pregunta. ¿Cómo conducirnos y cómo conducir a los niños en ese, suyo y nuestro, universo poblado de palabras, sonidos y movimientos?
Cada uno de nosotros tiene a su vez una búsqueda particular, marcada por su subjetividad y su herencia cultural, búsqueda a través de la cual intenta encontrar respuestas para tal pregunta. Estas indagaciones y las respuestas que vamos encontrando, determinan y condicionan nuestra acción, marcan, en una dirección u otra, nuestro trabajo con los niños.
En mi recorrido particular como educadora musical, he tratado siempre de orientar mi trabajo a partir de la tríada “palabra-sonido-movimiento”, tríada que también podemos denominar ”lenguaje-música-movimiento”. Ello ha implicado mantenerme abierta a los tres lenguajes, cultivar mis vínculos con cada uno de ellos, y mantenerme en el esfuerzo constante de darles presencia, a todos y a cada uno, en mi práctica pedagógica. Y es justo en esta búsqueda que he encontrado un material valiosísimo, un verdadero tesoro. Hablo de los juegos musicales tradicionales. Hablo de las rondas con un personaje central y las rondas con personaje central y exterior, juegos en los cuales, además del universal desplazamiento circular, se da también una compleja interacción hablada, cantada y motriz entre los niños del círculo y los que están afuera y/o adentro. Me refiero también a los juegos de palmas: versos, retahílas, canciones acompañadas de ostinatos de palmas que a veces logran complejidades asombrosas y que superan, en mucho, nuestra rapidez y coordinación. Están también los juegos y canciones acumulativas en los que la serie siempre creciente de elementos exige de los niños (y de nosotros) un esfuerzo notable de atención y memoria. Los juegos de gestos no dejan de sorprendernos siempre por el ingenio presente en muchas de las trasposiciones y sustituciones que en ellos encontramos de acciones, personas, lugares y cosas al lenguaje gestual, y de fascinarnos y deleitarnos con la simplicidad y la gracia que hay en ellos. Están también los juegos con elementos teatrales y los juegos predancísticos o dancísticos, en los cuales de manera absolutamente natural y espontánea, los niños se introducen al mundo de la representación y la danza.
En todos estos juegos encontramos una fusión espontánea, natural, y de una riqueza excepcional, de los tres elementos que hemos venido considerando. A los juegos se puede ir para saber qué quieren y necesitan los niños; se puede ir para encontrar en ellos la poética, la rítmica y la métrica que deben estar presentes en toda creación dirigida a niños. Los juegos nos enseñan simplicidad, gracia, economía de recursos, uso preciso de la repetición, ensamblaje justo de movimiento, palabra y melodía. Ellos nos pueden indicar, siempre y de manera permanentemente renovada, cómo hacer y qué hacer, para lograr desenredarnos en esta tarea inmensa de ser transmisores de un patrimonio cultural al que debemos estar agradecidos y de propiciar en los niños una actitud activa y creativa frente a la sociedad, el arte y la vida.