El derecho a la poesía, la belleza y la intensidad en la escuela

Por: Yolanda Reyes

En el Foro de Lectura que organiza la Fundación Mempo Giardinelli en Resistencia, el Chaco, Julieta Pinasco, una profesora de lengua y literatura que trabaja con gramática y adolescentes –oh, mezcla explosiva-, leyó esta ponencia. Es una joya y le pedí que me la dejara publicar en el blog Espantapájaros. Agradezco a Julieta su generosidad y también, una vez más, a Natalia Porta, a Mempo Giardinelli y a todo el equipo maravilloso de la FMG por hacer posible todos los años estos encuentros por el derecho a la poesía. ¡Disfruten la primicia!

Atentamente,

Yolanda Reyes

.

El derecho a la poesía, la belleza y la intensidad en la escuela

Por: Julieta Pinasco*

portada-la-rebelion-de-las-palabras.

.

Trabajábamos con La rebelión de las palabras de Andrea Ferrari, y les leí aquel fragmento de Pablo Neruda en el que el poeta dice de las palabras:“Las agarro al vuelo, cuando van zumbando, y las atrapo, las limpio, las pelo, me preparo frente al plato, las siento cristalinas, vibrantes, ebúrneas, vegetales, aceitosas, como frutas, como algas, como ágatas, como aceitunas… Y entonces las revuelvo, las agito, me las bebo, me las zampo, las trituro, las emperejilo, las liberto… Las dejo como estalactitas en mi poema, como pedacitos de madera bruñida, como carbón, como restos de naufragio, regalos de la ola… Todo está en la palabra… Una idea entera se cambia porque una palabra se trasladó de sitio, o porque otra se sentó como una reinita adentro de una frase que no la esperaba y que le obedeció.”

Tienen 11 años y les daba risa que el escritor hablara de ellas como cosas comestibles u objetos, así que  les propuse que pusieran en el papel sus sensaciones e ideas sobre las palabras. Flor, entonces, escribió: “A mí me parece que las palabras son como los colores. No es lo mismo el amarillo si está al lado del naranja o si está junto al verde. Con las palabras es igual, depende de qué otras van acompañándolas en la oración. Cambian su significado como lucecitas que se prenden diferente.”

Trabajar con púberes y adolescentes es conectarse con ese momento de la vida en que el mundo es, aún, asombro y descubrimiento; pero, sobre todo, comienza a convertirse en motivo de reflexión para la elaboración de su propia identidad. Un momento poético por excelencia, diría yo.

Hace treinta largos años que entro en las aulas con un tesoro, pero no lo regalo. Cobro mi precio y es alto. Lo curioso es que los chicos siempre me pagan. Muchas veces me detengo a pensar por qué. Creo que si algo compartimos -ellos y yo- es la pasión, la entrega sin peros, la alegría de descubrir que podemos sentir, emocionarnos y ser felices, entre otras cosas, con las palabras.

A ellos, cada día, les propongo la posibilidad de descubrir lo que la lengua española tiene para ofrecerles. Los veo ponerse las manos en el cuello cuando digo que la “p” y la “b” son iguales, excepto porque una canta y la otra, como es sorda, no la puede escuchar. Reírse cuando inventamos palabras después de haber trabajado, ardua y seriamente, con los distintos procedimientos para derivar o componer palabras. Me enternezco cuando, ante mi pregunta de cuál es el sustantivo colectivo de “anécdota”, en vez de decir “anecdotario”, uno del fondo grita “infancia”. O cuando escuchan, como si fuera un cuento maravilloso, la historia del copista que inventó la eñe por pereza de escribir dos enes seguidas.

Intento que mis chicos sepan, de entrada, que TODO lo que haremos será buscar los instrumentos y caminos para poder expresar mejor lo que sentimos, lo que pensamos, lo que nos emociona; y para poder gozar y comprender lo que sintieron, lo que pensaron y lo que emocionó a esos otros que son los escritores. De entrada, aclaro que no es obligatorio querer la literatura, que pueden aborrecer los poemas, las novelas, los cuentos y las obras de teatro, pero solo después de haberlos transitado.

El año pasado elegí, para chicos de 15 años, la poesía española amorosa de los siglos XVI y XVII. Era un desafío importante. De los que a mí me gustan y me convocan. Cada vez más, se hace dificultosa la poesía en el aula. Es un lenguaje tan comprimidamente connotativo, tan lleno de otros significados que deben reponerse más allá de lo que el poema dice, con palabras tan ajenas a su realidad de todos los días que se niegan de entrada. Y encima a eso se suma el requerimiento escolar: entender, clasificar, exponer, evaluar: Hacé la métrica, decime de qué rima se trata, justificá, cuál es el tema, marcá metáforas, metonimias, sinécdoques… ¿Hay paralelismo? ¿Y quiasmo? Y el poema termina disecado como el sapo al que en mi época nos obligaban a dormir para clavarle el bisturí y pincharle el corazón.

La escuela, por definición, se articula en un cruce de difícil conjunción para la literatura: por un lado pretendemos que los adolescentes disfruten de la lectura; y, por el otro, que rindan  cuentas académicas de ese leer.

En principio, creo que hay que rescatar cierto momento de encuentro con el poema como transmisión de un mundo sensorial hecho palabra que solo puede llegar a los chicos si el docente, que se constituye como vehículo de transmisión, está -él mismo- encantado por esa magia de las palabras que evocan la subjetividad más absoluta.

En ese curso leí el soneto de Garcilaso que dice

Escrito está en mi alma vuestro gesto  
y cuanto yo escribir de vos deseo;
vos sola lo escribiste, yo lo leo
tan solo, que aun de vos me guardo en esto.  

[…] Yo no nací sino para quereros;
mi alma os ha cortado a su medida;
por hábito del alma misma os quiero;    

cuanto tengo confieso yo deberos;
por vos nací, por vos tengo la vida,
por vos he de morir y por vos muero.

Les anticipé que oirían el que, para mí, era el más bello poema de amor escrito por un hombre a una mujer. Siempre leo la poesía en voz alta, creo ciegamente que hay que gozar de decir y oír los versos. Hay que dejar que el aula se llene de palabras, que los chicos se sientan invadidos por ellas, y que ellas los busquen, los atraviesen, les alcancen el alma. Cosa que solo tiene posibilidad de suceder si antes las palabras nos llenaron, nos atravesaron  y alcanzaron a nosotros,  y si fuimos capaces de transmitir en la lectura esa emoción encarnada.

La poesía es un género, básicamente, adolescente. Apela, en principio, a algo bastante diferente a la razón. Es de esperar que los chicos se sientan conmovidos, tocados, y, sin embargo, suele subsumirlos en la indiferencia. La respuesta inmediata es “No entiendo nada de lo que dice”. ¿Y entonces? ¿Nos resignamos? ¿Les decimos que la poesía no es para entender? ¿Que debe sentirse? Con frases así, ¿no terminamos pareciendo ridículos? Y fundamentalmente, ¿es verdad que la poesía no debe entenderse? ¿O tal vez es que requiere otro tipo de entendimiento, diferente al que ponemos en juego en una ecuación matemática, un texto de historia e –incluso- al leer un relato?

En principio, deberíamos apelar a la primera impresión de nuestros chicos, a aquello que lograron vislumbrar en lo que para ellos es la selva de palabras del poema y que no creen poder abrir ni a machetazos. ¿Qué te parece que está intentando decirte el poeta?, es una buena primera pregunta. Abrir el debate a la pluralidad de significados que la poesía estalla en cada uno de nosotros. No desvalorizar ninguna lectura, ni privilegiar la propia por competente. Establecer la mayor democracia posible en el leer, que cada uno diga- sin pudores- lo que experimentó: cada cual llegará a la fiesta con lo que es, pero todos tienen derecho a gozar del baile.

Y, en ese discurrir, el docente podrá hallar los senderos para ir avanzando, para plantear las herramientas -gramaticales, retóricas, genéricas- para que las impresiones se transformen en eso que los chicos llaman “entender” y que no es otra cosa que la interpretación del texto. Y luego, creo yo, viene el juego creativo. Desacralizar el género para que surja la escritura como posibilidad de expresarse y divertirse.

Hace unos años, con chicos de 16, yo enseñaba poesía latina. Y allí estaba, intentando llegar a ellos con Catulo y su “Odi et amo”, mientras había uno, en el fondo, al que se le daba por la rima fácil: “La odia, la ama, la quiere llevar a la cama”, decía. Harta ya, creí castigarlo: Ya que te gusta tanto hacer poesía, para la clase que viene traés un poema donde hagas rimar los apellidos de estos autores Rimbaud, Verlaine, Ronsard, Shakespeare y otros que me surgieron en el momento, segura de que había ganado la batalla y Marcos se calmaría. A la clase siguiente pasó al frente y leyó:

Juli me mandó a hacer

un poema de métrica dispar.

Estaba desesperado, pero volví a nacer

cuando leí la lírica de Ronsard.

 

Mi inspiración estaba en pleno vuelo,

pero en el verso doce leí «mi amada cuando camina pisa el suelo».

Con esa lógica en la poesía, no sé qué esperaré:

en mi lista de tarados primero está Shakespearé.

 

Yo no sabía lo que hacía

y, para colmo, Maxi me decía:

-Eso es más plagio que TheBeats,

menos rima que John Keats.

 

Mis rimas son mejores que las de Rimbaud,

y soy más convincente que Luis Palau.

Juli, el poema te gustó un montón,

y para la próxima Baudelaire y Byron.

A partir de esa clase, Marcos escribió un poema para cada uno de los libros que leyeron, y el momento de su lectura se transformó en central en el primer jueves de cada mes, en el que nos dedicábamos a comer medialunas, tomar leche Cindor y leer las poesías que ellos y yo traíamos para compartir.

Hace unas semanas, yo estaba en el Colegio, en el que coordino el área de Lengua, y dos chicos se acercaron porque Dalila de 12 estaba llorando. Fui a buscarla y la traje a mi oficina. Le pregunté qué le pasaba y me dijo que se había muerto su abuela. “Yo la llamaba cada mañana antes de venir a la escuela.”, me contó y agregó entre lágrimas: “Ahora los días tienen menos luz.” No había mucho para decir en esas circunstancias, así que opté por lo único que ha sabido consolarme cuando he pasado por angustias semejantes. Le pregunté si quería que le leyera algo que había leído durante el fin de semana y que me parecía que le iba a gustar. Dijo que sí con la cabeza, y yo saqué de mi mochila, la novela de María Cristina Ramos, La rama de azúcar, y le leí el fragmento en que a la protagonista se le ha muerto la tía y reflexiona sobre el silencio con que cada miembro de su familia atraviesa el duelo. Leí en voz alta, quebrada por mi propio dolor ante mis desaparecidos y mis muertos, y ella me tomó la mano. Cuando levanté los ojos sonreía. Nos abrazamos y, al día siguiente, cuando nos encontramos en el aula, se acercó de pedirme el título del libro porque lo quería tener.

En definitiva, creo que ese es el derecho que nuestros alumnos deben conquistar en medio de los deberes que les exige la escuela: el derecho a que la poesía y el lenguaje les embellezcan la vida y les permitan vivirla con intensidad.

* Julieta Pinasco. Profesora en Letras, Universidad de Buenos Aires.  Escritora, editora y lectora de Santillana, Alfaguara, SM, y MacMillan Education. Primer premio de poesía de la Bienal de Arte Joven 1989, de narrativa infantil de A.L.I.J.A.  y la Fundación El Libro, y de narrativa breve del Ayuntamiento de Jerez de la Frontera,  España.  Coordinadora del Área de Lengua y literatura castellanas de las escuelas primaria e intermedia Colegio Tarbut  de Olivos. Capacitadora de docentes de la provincia de Buenos Aires.