“El edificio que estoy haciendo es más alto que una manada de dragones, uno sobre otro”, dice Emilio a los tres años, mientras construye una torre con cubos. ¿Habla para sí mismo o para mí, que estoy acompañándolo? Mis alumnas de pedagogía podrían decir que hablar, a esa edad, es una forma de de acompañar la acción con el lenguaje, de interiorizarla, de pensar. Estamos ante el binomio clásico (lenguaje/pensamiento). ¿Hablar es ir pensando? ¿Pensar es ir hablando?
Más allá de enfrascarnos en estas preguntas, de las que no sólo se ha ocupado la pedagogía sino otras disciplinas como la epistemología y las ciencias del lenguaje, quiero detenerme sobre el enunciado de Emilio: “Edificio/ más alto que/ una manada de dragones/ uno sobre otro”. Observen lo que hay en esa frase: el niño tiene el proyecto de hacer un edificio. (No se limita a apilar cubos, sino que pretende construir algo diferente: un “como si”, un edificio similar a los que ha visto por la calle). Fíjense, además, en la unidad de medición, más alto que, y en la referencia de comparación: una manada, lo cual demuestra que no sólo maneja conceptos matemáticos (más alto / manada: conjunto de elementos) sino semánticos, (manada: sustantivo colectivo). Pero hay otro ingrediente: el hecho de vincular manada con esos animales enormes y fantásticos que no existen en su mundo concreto y el hecho de poner muchos dragones, uno sobre otro, nos da una idea de la magnitud de su fabulosa empresa. No traje fotos para no decepcionarlos. Como ustedes supondrán, la torre se cayó unos segundos después de pronunciada la frase y era tan pequeña y tan efímera como las que hacen los niños de tres años.
Emilio, que hoy tiene 17, ya no se acuerda de la torre ni de la frase que sobrevivió apuntada en un cuaderno. Ahora lee a Hermann Hesse, hace ejercicios de trigonometría y comienza a elegir una profesión. Sin embargo, de la frase podemos inferir que, junto con su torre, Emilio estaba construyendo las bases para emprender proyectos ambiciosos a lo largo de su vida. Si más tarde decide hacer rascacielos, si se inclina por la investigación, por la carpintería o por las artes, los mundos posibles que construya tienen ancestros en esa y en tantas frases que decía mientras jugaba. En otras palabras, las piezas esenciales para armar su casa imaginaria, las recogió desde su infancia. ¿Dónde las encontró y quiénes se los entregaron? Seguramente, además de cubos de madera, su pensamiento y su imaginación fueron alimentados, y no sólo con un par de cuentos de dragones. En las frases de los niños podemos ver, como en la gota de sangre analizada en un laboratorio, la riqueza o la pobreza de su nutrición emocional y cognitiva.
Veamos ahora tres ejemplos que colecciona la mamá de Paula María, entre esa caja de tesoros que todas las mamás tenemos y que fueron recogidos entre los 4 y los 5 años. La mamá reporta que su hija aprendió a leer y escribir “un buen día, sin darse cuenta y sin que nadie le enseñara”. Por supuesto, eso sucedió antes de su ingreso a la escuela formal.
En la tarjeta “Mejórate mamá”, hecha a los 4 años, no sólo vemos un diálogo entre texto e imagen y una preocupación compositiva, sino también una preocupación emocional que recurre al arte y a la escritura para expresar esa mezcla de deseo y de súplica al ver enferma a su madre. “Teciero mucho” rompe la repetición de los “mejórate mamá” con un mensaje perentorio. Para los niños de esa edad, el hecho de querer-necesitar a sus mamás es argumento más que suficiente para vencer a cualquier enfermedad.
“Pajarito muerto” es otro ejemplo típico de los poderes mágicos (catárticos, rituales, terapéuticos) de las palabras. El poder simbólico del que se valen todas las culturas humanas ante la muerte ya ha sido incorporado a la experiencia de esta niña. La tumba decorada y la necesidad de grabar, de conservar en el lenguaje lo que no se pudo conservar en la naturaleza, nos permiten inferir que hubo conversaciones y lecturas previas. Aunque ustedes no lo vean, Paula María acudió a una reserva de cuentos como Sapo y la canción del mirlo, Adiós pajarito adiós, y Osito y su abuelo, entre otros.
Sin que nadie le enseñe, a los 5 años, Paula crea una especie de Manifiesto ecológico a los señores cazadores. Una charla sobre calentamiento global y animales en vías de extinción, la motiva a escribir. Aunque todavía no entienda del todo los límites de las palabras (dónde termina una y dónde comienza la otra), que es una de las diferencias visibles entre el lenguaje oral y el escrito, Paula ya entendió una función esencial de la escritura para participar en la vida de la sociedad: para comunicar preocupaciones, para exigir y para hacer propuestas altruistas. Esta experiencia como ciudadana que usa el poder de las palabras para fijar una posición, seguramente le permitirá seguir participando en la vida de su comunidad. Que luego elija ser diputada o miembro de Green Peace o que simplemente escriba para reclamar sus derechos, no lo sabemos. Lo que sí sabemos es que esta niña ya tiene una idea clara de la escritura como herramienta para establecer un diálogo con la cultura y para asumir un lugar, deliberante, creativo y no pasivo, en el mundo de lo simbólico.
Después de compartir casi 20 años de asombro y de trabajo con los niños de cero a seis en el Proyecto Espantapájaros de Bogotá, que estudia desde una perspectiva teórica y práctica el tema de la lectura y el acceso a los lenguajes en la primera infancia, he ido llenando, igual que la mamás, una enorme caja de tesoros. El hecho de verlos dar sus primeros pasos entre los libros de la Bebeteca y de asistir a esos días en los que dicen má, o pasan los dedos por las hileras negras de las letras fingiendo que saben leer, me ha permitido documentar –sin que por ello deje de maravillarme– las estrechas conexiones entre la lectura y la construcción de sus casas imaginarias[1] y me ha llevado a descubrir la incesante y fluida conversación entre lenguaje y pensamiento. Precisamente lo que nos enseñan los primeros lectores es esa relación apasionante y de doble vía entre el lenguaje y el pensamiento: ese movimiento de vaivén, como una especie de río y cauce, que forma la estructura cognitiva y emocional a partir del lenguaje y de los textos de la cultura (y que, simultáneamente, va transformando su lenguaje).
En tantos años de dar de leer a los más pequeños he constatado cómo su vida psíquica (en toda su riqueza cognitiva y emocional) depende de la calidad de su nutrición lingüística y literaria, y cómo la lectura se constituye en una herramienta educativa esencial que determina el curso de sus vidas. En este punto, resulta pertinente trascender el sentido instrumental de la palabra “herramienta” y proyectar el vocablo “educación” más allá de la instrucción académica. Aunque cada vez sea más evidente que el contacto temprano con los libros repercute en la calidad de la alfabetización y que la calidad de la alfabetización incide en el aprendizaje, leer en la primera infancia es, sobre todo, ofrecer a los pequeños el material simbólico para que comiencen a descifrarse y a descubrir, no sólo quiénes son, sino también quiénes quieren y pueden ser. Desde mi perspectiva de maestra, me he dedicado a documentar el papel que juegan la lectura y la literatura en el desarrollo del pensamiento de los niños o, para decirlo en clave de profesora, me he preguntado cuáles son las bases de la lectura que se construyen durante la primera infancia. Salvo contadas excepciones, la educación inicial no parece haberse percatado de que es durante esta etapa, la más fértil de la vida, cuando afrontamos los principales hitos que enmarcan nuestra relación con el lenguaje. Entre los cero y los seis años se dan los momentos simbólicos de mayor importancia: la paulatina conquista del lenguaje humano como capacidad de comunicación, la irrupción del lenguaje verbal, que descansa sobre esta matriz general, y el acercamiento al lenguaje escrito, también enraizado en esas conquistas. Es imposible encontrar hitos más complejos en la relación con el lenguaje: comunicarse, hablar y aprender a leer y a escribir, ¡nada menos!… Lo que hacemos durante el resto de la vida es desarrollar esas habilidades y llevarlas a niveles cada vez más complejos de sofisticación.
Sin embargo, citemos un típico ejemplo tomado de nuestras escuelas: dos alumnos de idéntica edad cronológica, pero con historias muy diferentes de acercamiento al lenguaje, presentan una prueba de lectura al final del Primer Grado. Una de ellos, que podría ser Paula, “aprendió a leer sin darse cuenta”; ha crecido entre juegos de palabras e historias, posee una buena biblioteca y tiene una relación estrecha con los libros, en tanto que el segundo, a quien llamaremos X y que hace parte del grupo control –como se dice en ciertas investigaciones para etiquetar a aquellos a los que no les damos nada– se enfrenta a unas letras que no consigue descifrar. Es bastante probable, 90% probable, que X no haya tenido a alguien que dedique tiempo a contarle historias. Cualquier maestra promedio podría dar su diagnóstico: el niño X “no tiene bases” para aprender a leer. Entre esa niña que crece rodeada de voces, de historias y de libros y ese otro que crece en un entorno poco estimulante y que descubre las letras en la cartilla escolar hay una brecha difícil de subsanar, que no depende de los esfuerzos de los alumnos, sino de lo que su ambiente social y cultural les ha brindado o negado durante esos años cruciales. Como en la gota de sangre que mencionaba, es fácil ver, en la manera como un bebé o un niño toma un libro, el capital simbólico que tiene. Al lado de los cajones llenos de frases y de imágenes como las que les mostré, quienes recorremos nuestros países seguimos encontrando a diario niños con la mirada vacía y asustada, niños casi sin voz, que se limitan a repetir un repertorio limitado de palabras y que se acercan a los libros sin saber cómo se abren ni qué ocultan sus páginas: sin esa familiaridad que se aprende en las rodillas de quien les va mostrando el ancho mundo en un pequeño libro de cartón.
Uno de los mayores problemas de la educación en Latinoamérica es esa inequidad en las bases educativas, y digámoslo claramente, en las bases de la alfabetización en un sentido amplio, que crea brechas insalvables desde el comienzo de la vida. Si Emilio y Paula María tienen unidades de medición tan ambiciosas para emprender proyectos y si pueden establecer un diálogo creador con la cultura, es factible predecir, no simplemente que aprenderán con facilidad o que podrán ir a las universidades que elijan, sino que participarán como ciudadanos deliberantes en la vida cultural, política y social de los países reales y posibles en donde habiten. El potencial para aprender y para seguir desarrollando sus proyectos de vida les ha sido dado como una segunda piel y les permite “aprender sin darse cuenta”. En el otro extremo, el grupo control, ése que perversa o negligentemente no ha recibido intervención, está condenado, con escasas excepciones, a la repetición, en tanto que carece de dispositivos esenciales para construir esos mundos posibles del pensamiento y la imaginación. El drama del analfabetismo funcional es que no ofrece ese equipaje básico de nutrición emocional y cognitiva al que hemos aludido: ese capital simbólico inicial que parece tan natural como una segunda piel cuando se tiene, pero cuya carencia resulta tan difícil de subsanar, cuando no se ha recibido. Y el otro drama, el de la inequidad, es el contraste de tamaño entre el grupo control, (apabullante mayoría) y el reducido grupo que “recibe intervención”.
A pesar de los discursos y de las campañas en torno al fomento de la lectura, parece que no hemos documentado con suficiente rigor en qué consiste su poder. Aún hablamos, más de decodificación que de interpretación, más de dispositivos inmutables que de procesos psíquicos, como si no pudiéramos incorporar lo que nos dice la investigación en neurociencias, psicología, pedagogía y lenguaje. Nuestros currículos siguen reduciendo el problema de la lectura a la enumeración de cuatro habilidades básicas: escuchar, hablar leer, escribir, en un sentido instrumental, olvidando que el lenguaje es la herramienta básica para pensar, sentir, armarse por dentro y seguir construyendo el mundo al lado de los otros. Al igual que analfabetos funcionales, parece que no pudiéramos extrapolar las teorías al campo de “las aplicaciones pedagógicas” y, aunque hoy compartimos un saber que no teníamos claro hace 20 años, seguimos enseñando a leer y a escribir con antiguos paradigmas. Es como si, sabiendo lo que hoy se sabe en medicina, los médicos siguieran curando la neumonía sin antibióticos.
Desde la perspectiva de una “maestra de lenguaje” que ha intentado documentar lo que aprenden los más pequeños sobre la lectura, pretendo mostrarles algunos aprendizajes cruciales que se dan durante la primera infancia. Recurro a su colaboración para que ustedes determinen si exagero al afirmar que todo eso que los niños podrían aprender espontáneamente, con los estímulos adecuados, dista mucho de lo que aún se les enseña en la mayoría de nuestras escuelas.
El itinerario de un lector
Sin duda, los bebés y los niños pequeños han sido hoy más estudiados que nunca y ahora contamos con herramientas teóricas para aproximarnos a la compleja actividad psíquica que despliegan desde la gestación. Existe evidencia suficiente para afirmar que el cerebro se desarrolla mediante una continua interacción entre el capital genético y los estímulos brindados y que la calidad de esos estímulos resulta decisiva para desarrollar las capacidades presentes y futuras de los niños. Esta interacción, iniciada antes del nacimiento, construye la arquitectura cerebral en los primeros años y determina gran parte de las posibilidades de aprendizaje de los niños, mucho antes del ingreso a la educación “formal” o institucional, en la que solía iniciarse, hasta hace poco, el acercamiento a la lectura. Lo mismo puede afirmarse acerca de los procesos socio emocionales, en los que se fundamentan las relaciones que marcan la vida de una persona y que hunden sus raíces en el vínculo afectivo que se establece con la madre y con la familia.
Nuestra concepción sobre el desarrollo infantil también se ha transformado. Ahora sabemos que se trata de un proceso complejo y continuo que no siempre ocurre en línea recta, al estilo de las gráficas de talla; que no se registra en una sucesión idéntica de etapas escalonadas y que las relaciones de ida y vuelta que los bebés establecen con sus primeros cuidadores son dinámicas, lo cual indica que no son una tabla rasa, sino sujetos activos, con un temperamento y unas características singulares. La sensibilidad que demuestran frente a su entorno y la fuerza con la que ellos mismos configuran ese entorno parece demostrarnos que la “con-versación” entre niño y adulto está presente desde la génesis del ser humano. Todo ese conocimiento que tenemos sobre el mundo los bebés, nos ha situado frente a otra paradoja: al saber más sobre ellos, nos aproximamos a la complejidad de sus interacciones y, por consiguiente, a los misterios que enmarcan las relaciones humanas y que no pueden reducirse a una lista de habilidades homogéneas.
El reconocimiento de las enormes posibilidades interpretativas de los niños y de las relaciones que establecen con el mundo de lo simbólico ha replanteado nuestras ideas sobre la comunicación y, por consiguiente, sobre la lectura. Si sabemos que el contacto con el lenguaje es anterior al nacimiento y que aquellos momentos trascendentales en los que un bebé pronuncia sus primeras palabras o en el que un pequeño descubre que puede leer su nombre, son simplemente la parte visible de un continuum, lo que está en juego en la primera infancia es el mito fundacional de la lectura como proceso de interpretación.
Esbozar que el acercamiento al lenguaje es un proceso continuo implica cuestionar rótulos como pre-lectura, pre-escritura o aprestamiento, aún presentes en la terminología escolar, para otorgarle al niño un estatus de lector y escritor pleno, en tanto que descifra y que se expresa a través de diversos lenguajes desde el comienzo de la vida. Sin embargo, resulta igualmente cierto que la relación con el lenguaje se transforma durante los primeros años y evoluciona hacia una comunicación cada vez más sofisticada, en la que podemos identificar ciertos hitos, como veremos a continuación:
Habitación en penumbra
Las coordenadas entre las que se construye la historia particular de cada ser humano son coordenadas de lenguaje. A diferencia de otras madres mamíferas, la madre humana lee las pataditas del bebé desde el útero o sus ciclos de sueño y de vigilia, y al tratarlo como si entendiera, establece un diálogo con él. Incluso, si ha tenido otros hijos, puede diferenciar rasgos de un temperamento distinto, lo que demuestra que en ese primer encuentro comunicativo, no todo está puesto del lado de ella, sino que el bebé aporta señales que pueden ser leídas. Por supuesto, también desde el comienzo de la relación, hay sentidos menos explícitos y más subjetivos: las expectativas reales e imaginarias que los futuros padres imprimen en sus hijos, sus temores, sus fantasías y las ambivalencias que les suscita su nuevo rol, son hechos de lenguaje. Algunos ejemplos típicos como la elección del nombre o los preparativos familiares –cuna, ropa, habitación– remiten a la metáfora de “hacerle un lugar simbólico” al niño en un mundo que trasciende lo material.
Desde una perspectiva científica, los avances en monitoreo fetal confirman lo que las madres siempre hemos sabido: que el bebé escucha antes de nacer, puesto que el desarrollo de su audición se remonta al último trimestre de gestación. Se ha comprobado que los estímulos auditivos provocan cambios en la tasa cardiaca del feto y producen respuestas motrices, lo cual indica que los bebés pasan mucho tiempo escuchando conversaciones y respondiendo a ellas. “El mundo del feto está inundado por una cacofonía de gorjeos y quejidos procedentes del cuerpo de la madre, junto con el ritmo constante de sus latidos (..) Sin embargo, lo más estimulante de todo son los sonidos filtrados del lenguaje”, afirman las investigadoras Karmiloff[2], quienes señalan cómo el feto emplea su tiempo de vigilia procesando estos sonidos lingüísticos. La cadencia y el ritmo parecen ser las primeras huellas poéticas que se inscriben en el ser humano y no sólo lo preparan para prestar atención especial al habla y para reconocer la voz de su madre, sino que le ofrecen una experiencia estética que lo conecta con la sonoridad de las palabras: más con su música, que con su letra.
La voz y la madre poesía
Si bien hemos afirmado que es posible rastrear operaciones de construcción de significado desde la vida intrauterina, también es evidente que el momento del parto plantea un desafío para la comunicación de ese nuevo ser, ahora separado de su madre. El llanto es el primer texto que aporta el bebé y que la mamá debe aprender a “leer.” (Lloras porque tienes hambre: te voy a dar de comer, le dice ella al bebé, y luego, frente a otro llanto similar, responde con otros actos y otras palabras: ahora tienes frío o sueño… o te voy a arrullar…) Por ser sujeto de lenguaje, la madre humana no se limita a satisfacer las demandas fisiológicas del hijo, sino que “traduce” su llanto con palabras y le otorga al niño un lugar en la cadena del significado. Todos los elementos verbales y no verbales que introduce en el mundo del bebé –palabra, tacto, postura y movimiento– forman una “envoltura” que enmarca la comunicación. Sus capacidades para contenerlo y los ritmos que establece para acudir a sus llamados, le enseñan al bebé los fundamentos de la conversación humana.
En esa coreografía que enlaza a madre e hijo, la literatura, en su sentido más amplio de lenguaje simbólico abierto a la connotación, juega un papel primordial. Mientras el bebé incorpora en silencio las voces de sus seres queridos, su entrenamiento como “oidor poético” resulta crucial, tanto para la adquisición del lenguaje verbal, como para la consolidación del vínculo afectivo con su familia. La tradición oral, con su repertorio de arrullos y cuentos corporales, transmite al bebé una experiencia poética que trasciende la comunicación utilitaria y que se imprime en la reserva profunda de su memoria. A esa “reserva poética” acudirá durante diversos momentos para “pensar” en el lenguaje. El entrenamiento auditivo es una de las tareas más apasionantes del primer año de vida pues le permite al niño escuchar y conquistar las palabras para hablar. La exploración de los sonidos similares y diferentes, de los acentos, las intenciones y los matices de su lengua materna, le ayuda a desarrollar lo que los maestros llamamos conciencia fonológica, es decir, ese “saber cómo suenan las palabras”, que resultará imprescindible para aprender a hablar y luego, a leer. Pero, además de brindarle conocimiento y familiaridad con la lengua que conquista, la experiencia de ser envuelto, arrullado y descifrado entre rimas o cuentos mínimos le demuestra cómo la literatura interpreta las emociones humanas. Basta con escuchar la letra de las canciones de cuna tradicionales o de juegos como el Aserrín aserrán para descubrir el profundo valor simbólico que condensan: el drama de la madre que aparece y desaparece, (duérmete mi niño, que tengo que hacer), el reconocimiento de las sombras que es posible conjurar mediante palabras y los misterios que enuncian las voces queridas…En suma, la complejidad de la experiencia humana.
El triángulo amoroso
A medida que el bebé se aproxima al primer año otros hitos significativos en su desarrollo, como su temor frente a los rostros desconocidos, lo cual indica que ya ha incorporado los rostros familiares, y sus nuevas habilidades motrices que le permiten sentarse, gatear y dar pasos, le ofrecen nuevas perspectivas del mundo y lo convierten en agente de sus propios desplazamientos. El movimiento ayuda a su imaginación y, junto con ese paisaje que se ensancha, accede también al mundo de los paisajes mentales, para descubrir que tiene una mente, con contenidos e intenciones que otros no ven, y que los demás también tienen sus propias mentes.
Los primeros libros de imágenes que ahora hojea ilustran esas nuevas habilidades. Sentarse y pasar las páginas no sólo nos demuestra que ya posee una postura y unas destrezas exclusivas de la cultura humana, sino que puede acceder a contenidos mentales invisibles. El sencillo hecho de descubrir que las ilustraciones, esas figuras bidimensionales, “representan” la realidad, señala un avance crucial en su desarrollo cognitivo. Esa aceptación del “como si”, que es el germen de operaciones simbólicas y que ahora le permite también jugar a la casita, marca el ingreso al mundo de la representación. “Mira al bebé y mira al perro”, lee el padre mientras señala las páginas. Y a medida que su voz nombra lo que los dos ven, “enseña” que en esa convención cultural llamada libro, se hace de cuenta que esa imagen de un bebé o de un perro, “representan” seres reales. Pero, además, las imágenes se encadenan y permiten descubrir otra operación crucial de lectura: la organización del tiempo en un espacio. Sentado en las rodillas de su padre, ese lector observa cómo la sucesión de hechos se ubica en un orden espacial –de izquierda a derecha, en nuestra cultura occidental–. Trasladar esas categorías de tiempo al espacio del libro es fundamental para leer y el niño ya ha descubierto eso que los maestros llamamos la direccionalidad de la lectura. Al lado de esas revelaciones, ha descubierto también que, en ese conjunto de líneas y de colores, él puede encontrar algo de sí mismo: que esos personajes y esas historias no sólo representan al mundo, sino que lo representan a él.
Esas voces que ligan una página con otra le ayudan a descubrir al pequeño una continuidad entre lo de atrás y lo de adelante. Quien le lee no describe cada página por separado, sino que le “enseña” que las imágenes se van encadenando para construir una historia. En el espacio del libro, él descubre que el tiempo se puede organizar y guardar: ¿acaso no es ése uno de los usos esenciales del libro, como espacio donde se preserva la cultura?
Nombrar la ausencia: el lenguaje verbal
Poco a poco van apareciendo las primeras palabras y, con ellas, la posibilidad de nombrar lo que no está presente. Ahora el niño es capaz de traer aquello que no ve y el lenguaje le permite hacer declaraciones sobre el mundo. Por ejemplo, al ver un avión en el cielo, lo señala y dice “ó, papá” (adiós, papá), para evocar la experiencia de haberse despedido de su padre esa mañana en el aeropuerto. Esa sencilla declaración sobre el mundo que requiere sofisticadas operaciones cognitivas (recordar, clasificar, asociar y saber que es posible compartir contenidos invisibles) nos muestra el poder del lenguaje para organizar la experiencia e intercambiarla con otros seres humanos. Mientras los animales sólo utilizan la comunicación de forma imperativa, los niños de dos años que hacen estas declaraciones, comienzan a descubrir que el lenguaje verbal reestructura el mundo. El hecho de clasificar a todos los cuadrúpedos en “guaus” es ya una manera rudimentaria de dividir la experiencia en categorías e inaugura, no sólo otra forma de pensar por medio de “etiquetas”, sino también de suscitar reacciones en los otros. (La emoción que lee en las caras de sus padres cuando su dedo señala y dice “guau” o cuando los llama por su nombre, le revela ese poder de las palabras para regular las relaciones).
Por toda esa emoción y ese poder que conlleva la conquista del lenguaje verbal y, así mismo, porque el pequeño debe fijarse en la materialidad de esas nuevas etiquetas, la poesía lo sigue conectando con las posibilidades sonoras del lenguaje. La carga de matices y entonaciones que transporta la voz adulta no sólo es portadora de historias y de nutrición afectiva, sino que le ofrece un texto para la escucha cada vez más sutil y para el ensayo de su propia voz. Al aprender nuevas palabras, el niño captura sus sonidos y los guarda en su memoria, como si hiciera música, y los adultos, esos “cuerpos que cantan”, son su modelo por excelencia. En ese gran libro sin páginas de la tradición oral, él lee la memoria colectiva y se encuentra con otras generaciones que han dejado ahí sus huellas.
El relato
La conquista del lenguaje que le otorga al niño poderes de abstracción e imaginación inusitados, también le revela la cara invisible de un mundo complejo y no exento de sombras. Con la posibilidad de nombrar la ausencia que instaura el lenguaje verbal surgen los miedos y, de nuevo, la literatura vuelve a acompañar el desarrollo psíquico del niño para abrirle la puerta al mundo-otro de la ficción. Los sencillos libros de cartoné que mostraban imágenes similares a las de su entorno dan paso a los que exploran mundos de la mente y le permiten experimentar en la literatura lo que ya experimenta en esta etapa de su vida: que el lenguaje no sólo nombra lo que se ve, sino lo que se siente y lo que se desea. Alternando su mirada, del libro hacia la cara y a la voz de sus padres que le leen, los libros interpretan el salto enorme que se ha operado en su manera de sentir y de pensar. El texto verbal y la ilustración tejen diálogos que le permiten conversar de sensaciones conocidas y de cosas guardadas en su mente.
Además del profundo poder emocional que posee la ficción para darle una resolución simbólica a los dramas que vive el niño, los cuentos le demuestran que hay diferentes formas de lenguaje. En efecto, esas historias le “cuentan” que existe un lenguaje distinto al que se usa en la vida cotidiana, y lo aproximan a ese “orden otro” de la escritura. La posibilidad de diferenciar el relato de ficción de la lengua de la inmediatez es otra conquista temprana en los niños. En esos “había una vez” ellos identifican desde pequeños, que se alude a un tiempo otro, dicho en un lenguaje otro, para nombrar mundos otros, distintos, pero parecidos al mundo real. Todo ese acopio de historias estructura su pensamiento y prueba de ello es la riqueza de las narraciones espontáneas de los niños que tienen contacto permanente con los cuentos y que incorporan, sin darse cuenta, las estructuras temporales y las operaciones de planeación propias de la lengua del relato.
Junto a semejantes revelaciones, las voces que cuentan historias lo acercan a las convenciones del lenguaje escrito: las pausas, las inflexiones y los tonos interrogativos o exclamativos, entre otros, lo familiarizan con esas convenciones que se usan “para escribir la oralidad” y a las que se enfrentará más adelante. El entrenamiento auditivo que se adquiere oyendo historias es un sedimento importantísimo para las sutilezas de entonación y puntuación inherentes a la lectura y la escritura alfabéticas, sobre el cual no ha reparado la escuela. El archivo que acopian los niños oyendo leer a padres y maestros les enseña más sobre puntuación y entonación que todas las lecciones escolares.
En este recorrido, vemos que antes del tercer año de vida ya han aparecido los diversos géneros literarios: la poesía, los libros de imágenes y la narrativa. El niño puede distinguir las formas y los tonos de los textos, ya sea que quieran cantar, contar mostrar o expresar; ya intuye que a veces hablan de la fantasía y otras veces nombran la realidad. Además, ya lleva “inscritas” muchas modalidades de lenguaje y ha puesto en marcha complejas operaciones interpretativas. Estos “aprendizajes” resultan cruciales para ingresar a la lectura alfabética.
El ingreso a un código de segundo orden
Después de haber vivido estos procesos, el niño afronta otro hito marcado por los desafíos del ingreso al lenguaje escrito. Se trata de un largo rito de tránsito, lleno de complejidades y minucias, que no toma el mismo tiempo en todos los lectores, así la escuela le siga asignando plazos homogéneos. Vygostky afirma que el lenguaje escrito “es la forma más elaborada de lenguaje”[3] y que requiere un alto nivel de abstracción, en tanto que representa una imagen sonora, mediante unos signos escritos, lo cual implica “un segundo nivel de simbolización”[4]. Este nuevo lenguaje sin interlocutor que se dirige a una persona ausente o imaginaria, enfrenta al niño a una situación extraña y le demanda complejos procesos de pensamiento. Lo escrito no es la mera transposición de lo oral, en tanto que implica operaciones psíquicas relacionadas con la estructuración de lo temporal en un orden gráfico espacial y con una planeación emanada de la nueva índole del discurso. La ausencia física de un interlocutor visible demanda, desde un proceso de planeación mental, hasta la incorporación de convenciones que reemplazan las pausas y las inflexiones naturales del lenguaje oral. Por otra parte, el texto escrito no puede abarcarse de un solo golpe de vista, como sí se puede mirar una ilustración, y requiere una aproximación paulatina. Estas operaciones que aplazan el sentido completo para concentrarse en la minucia de la decodificación, resultan muy difíciles, especialmente al comienzo de la alfabetización.
Adicionalmente, el acercamiento a la escritura requiere procesos complejos de análisis y síntesis. Al tener que representar los sonidos individuales del habla, que en la oralidad eran percibidos como un todo, el niño encara la difícil tarea de descomponer las unidades en pequeñas piezas. Ello supone tomar conciencia de la relación entre grafemas y fonemas, relación que en nuestra lengua no es unívoca del todo, puesto que las letras o “grafemas” no guardan una correspondencia exacta con los sonidos o “fonemas”. Las innumerables arbitrariedades del texto escrito le demandan al niño una atención conciente para entender que cada letra puede representar un sonido –o a veces más de uno– lo cual implica el lento proceso de descomponer las palabras y, simultáneamente, el de volverlas a unir para leerlas. Pero además de estas minuciosas operaciones que concentran la atención en el complejo mecanismo de armar y desarmar palabras, el texto sigue inscrito en un contexto amplio de oraciones, párrafos y posturas comunicativas que afectan el sentido de esas pequeñas unidades.
Es entonces cuando se resignifican todos los aprendizajes de los primeros años. Por ejemplo, la conciencia fonológica desarrollada desde la cuna mediante el juego con la poesía le brinda claves sonoras para la decodificación; las estructuras narrativas que lleva incorporadas gracias a su contacto con los cuentos le facilitan el acceso a ese “mundo otro” de la escritura y le ofrecen estructuras invisibles para “pensar por escrito” y narrar sus propias historias; la experiencia espacial derivada de su actividad de manipular libros de imágenes le ofrece una familiaridad con el espacio gráfico; su riqueza de vocabulario le facilita las nuevas operaciones de construcción de sentido y le permite “adivinar” palabras a partir de los contextos.
Además de estos procesos de pensamiento, a los que tanto contribuye la compañía adulta, hay precursores igualmente importantes en el ámbito de la motivación: la experiencia literaria vinculada al afecto de los seres queridos le demuestra las estrechas conexiones entre los libros y la vida y se constituye en un sustrato de “nutrición emocional”.
Si ya hemos visto que aprender a leer en el sentido alfabético es un largo rito de tránsito y que no se hace evidente de la misma forma ni durante los mismos plazos en todos los alumnos, también es importante advertir que el acceso a los rudimentos de la lectura alfabética no les permite a los niños leer todo lo que su psiquis les demanda. De hecho, en los primeros años de alfabetización hay un desfase entre la capacidad de decodificación mecánica y la necesidad de desciframiento vital. Por eso, la lectura de viva voz por parte de los adultos, en la biblioteca, en la escuela y en la casa, sigue siendo definitiva para que el niño continúe creyendo en las compensaciones vitales que lo conectan con los libros. Mientras logra acceder a las convenciones del lenguaje escrito, el acompañamiento emocional que le brindan los adultos leyéndole los libros que su deseo le demandan son más necesarios que nunca para demostrarle que la lectura y la escritura siguen relacionadas con sus preguntas y con su vida.
Colofón
Aquellos viejos paradigmas sobre el aprendizaje de la lectura que muchos estudiamos en nuestros tiempos de formación y que ordenaban en una serie de rígidos peldaños el acercamiento a los textos (reconocimiento de signos-comprensión- interpretación- valoración) no se ajustan a lo que saben los lectores más pequeños. El chiquito de dos años que, para no asustarse demasiado, dice que “ese cuento de los monstruos pasaba en donde no se comía” desmiente las lecciones que se siguen impartiendo en muchas escuelas y que condenan a los niños a repetir frases insulsas como “Tomasa amasa la masa”.
Si hoy sabemos que cualquier niño, con acompañamiento adecuado, es capaz de poner en marcha las complejas operaciones interpretativas descritas en este recorrido, también necesitamos reconocer que en esa frase“aprendió a leer y a escribir casi sin darse cuenta”, están implícitos un sinnúmero de aprendizajes espontáneos con los que todos los niños deberían llegar a la escuela formal. Si Paula María puede pasar los dedos por los renglones mientras repite esas historias que, de tanto haber escuchado, se sabe de memoria, no lo hace porque sea superdotada, sino porque recibió lo que necesitaba. Así, haciendo de cuenta que leen, los niños que crecen entre libros, un buen día descubren que es cierto. La memoria visual y auditiva a la que recurren, las “dotes de adivinación” que despliegan para rellenar los huecos con los conocimientos previos y para asociar los signos escritos con las palabras tantas veces escuchadas; la experiencia de acudir a su reserva de sentidos en busca de sinónimos y los recorridos que hacen con sus dedos y sus ojos por el espacio gráfico son algunos de los trucos que han incorporado de una forma natural, gracias a la familiaridad con la cultura escrita de la que disfrutaron –resalto esa palabra– desde que eran bebés.
Al lado de estas “bases”, llamémoslas “académicas”, hay otras igualmente importantes que hacen parte de su capital simbólico y que también les entregamos –o no– en los primeros años. La posibilidad de ir en busca de lo que no saben es la que ofrecen la lectura y la escritura y la que justifica fomentarlas en la primera infancia, pero no como algo “bonito” o como una nueva religión, sino como un derecho fundamental: el derecho a aprender, en igualdad de condiciones.
Esas mentes que recurren a categorías invisibles para operar con la realidad y aventurar sentidos, siempre fluctuantes, son las que educamos desde la primera infancia. Lo que ofrece la lectura a los pequeños, más allá de un método o un hábito, es el pasaporte para iniciar un recorrido y para aprender lo que requerirán a lo largo de su vida. En este mundo que se desactualiza todos días con la velocidad con la que se vuelve obsoleto el último teléfono, ¿cómo saber qué tomarán de lo que han recibido y qué necesitarán para habitar los mundos que los esperan?
Quizás en esa incertidumbre que también le entregamos con la experiencia de leer, (en tanto que leer es, sobre todo, acumular preguntas y abrir el abanico de las posibilidades) le otorgamos facultad para elegir, para explorar opciones, para formar el juicio y el criterio, para lidiar con las pesadillas y los sueños y para inventar la propia historia en ese territorio donde confluyen las historias de todos nosotros, los humanos. En ese gran texto, escrito a tantas voces, que activa la imaginación y que le permite moverse libremente y llegar a lugares insospechados, se erigen el reino del aprendizaje –que tanta imaginación requiere- y el reino de la posibilidad. Y serán ellos quienes construyan, con los materiales que ahora les damos, su propia posibilidad.
Quiero recalcar que esas operaciones mentales no se dan por generación espontánea sino que son “entregadas” por los padres y los maestros y que tampoco dependen de un potencial individual innato y misterioso, sino de una rica experiencia de comunicación que se puede ofrecer a todos los niños y que, durante la primera infancia, resulta sencilla de “enseñar”. (El costo de no hacerlo es demasiado alto y ya existe evidencia suficiente sobre la incidencia de los problemas de lectura en las dificultades académicas y en los índices de repitencia y deserción escolar de nuestros niños).
Lo que nos dicen las pruebas de lectura, desde la escuela primaria hasta la universidad, no es que nuestros alumnos no sepan decodificar signos –pues, tarde o temprano, aprenden a unir letras–, sino que no logran relacionar las letras que juntan con lo que piensan, sienten o hacen, ni con lo que piensan los otros. Los problemas para establecer un diálogo con esas lógicas y con esos mundos que existen en el lenguaje, para operar con sus contenidos invisibles y encontrarles sentido, nos siguen mostrando que el énfasis recae sobre la minucia decodificadora y no sobre los procesos interpretativos.
Entregarles a todos la posesión de ese código que se combina de maneras impredecibles e infinitas para acceder a los mensajes y a la experiencia humana escrita en cifra, no es simplemente un acto poético sino un imperativo ético y político que afectará el resto de sus vidas. Lo que hoy sabemos sobre lo que se construye en la primera infancia; lo que hemos aprendido y compartido en este seminario tiene que transformar la educación de los más pequeños –y quiero subrayar– de todos los pequeños; no sólo de una minoría.
El espectáculo de un bebé comiendo libros en triángulo amoroso con un adulto que le lee, demuestra que hay mucho por hacer desde temprano. Quizás estamos enseñando mucho de lo que sobra y poco de lo que basta y quizás estamos empezando demasiado tarde. Por eso resulta urgente pasar del discurso teórico a las aplicaciones pedagógicas, en cada aula y en cada comunidad en las que nuestros bebés comienzan a formarse. La pedagogía de la lectura, en un sentido amplio, está en mora de incorporar lo que hoy sabemos: que los niños son lectores y que escriben su propia historia, con la historia que les entregamos, desde el comienzo de la vida.
[1] Muchos de los conceptos de esta conferencia han sido tomados de otros textos que he escrito en los últimos años sobre lectura y primera infancia. Ver, por ejemplo, Reyes Yolanda. La casa imaginaria. Bogotá, Grupo Editorial Norma, Colección Catalejo, 2007.
[2]Karmiloff, Kyra y Karmiloff-Smith, Annete. Hacia el lenguaje. Del feto al adolescente. Serie Bruner. Madrid, Ediciones Morata, 2005.
[3] Vygostky, Lev, S. Pensamiento y lenguaje. Buenos Aires, Ediciones Fausto, 1996.
[4] Ibid.