Por un sin número de razones prácticas que a los niños los tienen sin cuidado, pero que a las mamás sí les importan. Por ejemplo, los libros no se desbaratan en miles de piecitas plásticas que hay que recoger por toda la casa, cuando se acaba la fiesta de cumpleaños. Tampoco necesitan pilas ni tienen complicados mecanismos ni requieren manuales de instrucciones para armar cuando se van los invitados.
Porque no todos los niños ni las niñas son iguales y por eso hay libros tan distintos. Hay sobre momias, dinosaurios y reinos lejanos, sobre monstruos y sobre hadas, sobre la vida real y sobre la vida imaginaria. Unos son para llorar y otros son para reírse, unos cantan y otros cuentan y otros son como museos: abiertos a todas horas y durante todos los días de la semana. Hay algunos para leer con el tacto, con las orejas y con los dientes –como leen los bebés– y hay otros para leer con la imaginación, con el corazón, con el asombro.
Y porque muchos libros –y eso lo sabemos los más grandes– permanecen en la memoria, mucho tiempo después de terminadas las fiestas de cumpleaños. Porque su garantía no expira con el tiempo, sino todo lo contrario. Porque el rumor de las historias que leímos cuando éramos pequeños se queda con nosotros, como una música, como una voz, como un encantamiento… Y nos arma por dentro y nos ayuda a construir casas imaginarias para refugiarnos y pasar algunas temporadas de la vida, jugando al reino del “había una vez, hace muchos pero muchísimos años”… Jugando al reino de la posibilidad, que no se acaba nunca.