Estas páginas están abiertas al debate, a la reflexión y al intercambio. Todas las escrituras son bienvenidas.
En su columna para El Tiempo de hoy, lunes 14 de septiembre de 2015, Yolanda Reyes escribió:
No hay que atravesar la mar incógnita o mandar naves a Marte para transformar los límites del mundo y los científicos de este milenio nos han revelado hallazgos que teníamos casi en nuestras narices. Me refiero al cerebro humano, esa tierra incógnita con tantas zonas sin explorar, y específicamente, al reino de la posibilidad, situado en el cerebro infantil. Gracias a las neurociencias hoy sabemos que durante la primera infancia, entre los cero y los seis años, se construye la arquitectura cerebral y que nuestras formas de aprender, de expresarnos, de pensar y de sentir se ubican en ese tiempo fértil que se va y no vuelve y que permanece en lo que somos.
Los hallazgos sobre la plasticidad cerebral, sobre el desarrollo colosal de los primeros años y sobre el impacto de la intervención en primera infancia han sido documentados también por economistas como James Heckman, Premio Nobel de Economía, cuyas investigaciones muestran que los bebés nacen con capacidades similares y que la calidad de la intervención en los primeros años los discrimina y crea brechas que se mantienen durante el resto de la vida.
De ahí que la atención integral entre cero y seis se haya convertido en un imperativo político que garantiza el derecho a la educación, en un ahorro que evita gastos remediales y en una oportunidad para cambiar el curso del desarrollo, no solo de los niños y sus familias, sino de los países. Este “descubrimiento” sobre el poder de la primera infancia ha transformado la política educativa, pues ahora es forzoso reconocer que lo “básico” para aprender en igualdad de condiciones se construye mucho antes de llegar a la Educación Básica. El reto educativo del milenio, por consiguiente, busca las bases de la educación en ese punto cero donde se construyen los cimientos de la vida.
La educación inicial es ese punto cero y, por dirigirse a la primera infancia, tiene una identidad propia, unos propósitos y unas propuestas específicas relacionadas con las características de esos niños. En ese sentido, cabría revisar el nombre mismo de educación “pre-escolar” que parece sugerir una especie de antesala: una “preparación” para antes de la escuela, como si bastara con añadir un prefijo a las disciplinas escolares –prelectura, prescritura, prematemáticas– y hacer lo mismo de la básica primaria pero “encogido” a una talla menor.
Si bien esa idea de los “pre-requisitos” escolares ha sido superada en las orientaciones pedagógicas nacionales y regionales de Colombia, hay algo instalado en nuestra cultura, quizás producto de la forma como fuimos pre-educados, que confunde educación inicial con precocidad y que aburre a los más pequeños “enseñándoles” cosas que ya saben (listas de frutas, de animales, de colores), condenándolos a hacer planas sin sentido y saltándose procesos necesarios como correr, saltar, jugar, explorar el medio, embadurnarse y disfrutar el arte y la literatura.
En buena hora el Ministerio de Educación está liderando la reglamentación de la Educación Inicial, a partir del trabajo intersectorial realizado en el país, para establecer un marco que regule esta educación tan reciente y la articule con la educación básica. El día en que un examen de admisión a los 4 años se considere tan violatorio de los derechos de los niños como el trabajo infantil y en el que todo el sistema educativo se comprometa a facilitar el tránsito armónico de un ciclo al siguiente, brindando la educación que se requiere en cada momento vital, la reglamentación estará instalada en la cultura. Entre tanto, el primer paso es establecer lo que se puede, (y lo que no se puede hacer), para educar a los que habitan en ese reino de la posibilidad, donde todo sucede aquí y ahora.
Yolanda Reyes