Hoy los invitamos a leer un texto de Juliana Camacho, que fue publicado en su blog: Mi vida con Olivia, el 7 de abril del 2013:
Diatriba contra el verbo «estimular»
Nunca he querido hacer de este blog un panfleto del deber ser en cuestiones de maternidad. No me interesa hablar de las etapas del desarrollo de un bebé, de los lugares para comprar comida orgánica para niños, de los mejores jardines infantiles, parques, juegos o marcas de ropa para bebés. Nada de eso me gusta porque detrás de ese tipo de consejos siento un tufillo de superioridad, algo así como “yo soy buenísima mamá y te llevo la delantera en estos temas, así que oye mis recomendaciones para que algún día tu bebé sea casi tan maravilloso como el mío.” Odioso.
Por eso prefiero hablar desde la intimidad de mi experiencia en estas arenas movedizas de la maternidad, sin aleccionar, sin comparar, y concediéndome solo pocos momentos para levantar mi voz de protesta contra cosas que realmente me indignan. Hoy, querido lector, haré uso de dicho indulto.
Y es que me queda imposible no sublevarme contra el uso y abuso del verbo “estimular” en el terreno de la crianza. No sé qué ocurrirá en otras latitudes, pero en Bogotá hay un ejército de padres de familia que solo piensan en cómo estimular a sus bebés. Así como los perros ahora tienen entrenadores y hasta colegios que los educan en el “deber ser” canino, del mismo modo a los niños se les exige desde la cuna ser los mejores en todo – así lo único que hagan sea comer, cagar y dormir… pero deberán ser los mejores en ello, sin duda -.
A veces me encuentro con mamás que me inundan de preguntas. ¿Olivia tiene 15 meses y no ha caminado? ¿A qué guardería va? ¿A qué clases de natación, de yoga, de música o de pintura en porcelana la llevas? ¿Cuántas palabras dice? ¿Cómo es su motricidad fina? ¿A qué colegio irá? ¿No le tienes nana??? Yo quedo mareada. “Olivia todavía no camina pero algún día lo hará, no va a la guardería, no tiene clases de yoga ni de tejido en punto de cruz, de hecho dice muchas palabras porque en la casa le hablamos y le leemos mucho, tiene la motricidad fina de una bebé y no de un cirujano de retina, no hemos pensando en el colegio y no, no le tengo nanaaaa!!!”
Yo nací sin el espíritu de competencia incorporado a mi ADN. Tal vez por eso soy pésima en deportes, odio los juegos de mesa y no soporto el lenguaje empresarial de “liderar”, “motivar”, “ganar” y “ser el mejor”. También por eso me da urticaria pensar que estamos educando a una generación de niños sobre-estimulados, víctimas de las inseguridades de sus padres y de un culto voraz a la excelencia.
Para responder a este particular zeitgeist, o tal vez a su origen, se ha consolidado una industria de la estimulación temprana que enriquece varios bolsillos. Yo con lo único que comulgo en todo ese abanico de clases, de actividades y de historias chinas, es con las horas del cuento. Llevo gustosa a Olivia a que le lean historias, no para asegurarme de que a los diez años podrá leer a Thomas Mann, sino porque J y yo sabemos que la lectura es de los pocos vicios que precisamente le permitirán a Olivia liberarse en algún grado de la tiranía de la uniformidad, de la perfección y de la soberanía del más fuerte.
La lectura y la música (por favor, no la de Mozart en xilófono) le pueden ofrecer a Olivia la posibilidad de darle la espalda al mundo, y esa es de las lecciones más preciadas que podré darle en la vida. También queremos ofrecerle a nuestra Oli el tesoro del tiempo libre, del tiempo para uno mismo, sin estimulaciones que se atraviesen en el camino.
Ya para terminar esta larga diatriba encendida, quiero traer a colación un recuerdo de infancia que me taladra en la cabeza últimamente. Cuando era niña, me quedaba a dormir los viernes en casa de mis abuelos maternos. Allí no había primos con quien jugar o tíos consentidores que me llevaran a dar una vuelta. Mis abuelos pasaban la tarde mirando por la ventana de la sala y luego se iban a la cama cuando se acababa el noticiero de las siete. Yo adoraba estar allí. En medio de ese tiempo flemático y de esa casa silenciosa, yo podía ejercer libremente mi derecho a aburrirme, a perderme en mi cabeza, a darle la espalda al mundo. Uno de los juegos solitarios que más recuerdo de aquellas tardes, era cuando me acostaba en el piso y miraba el techo. Nada más. Al hacerlo, lograba imaginar que el techo era el suelo, y que yo estaba en las alturas. Era una sensación increíble.
En mi infancia nadie me quiso estimular, y eso lo agradezco desde el fondo de mi corazón. Si hubiera estado los viernes en clases de equitación, de gimnasia olímpica o de culinaria infantil, no habría tenido tiempo para mirar al techo. Eso habría sido una verdadera tragedia…