Hacemos un tributo al artista de libros más importante del siglo XX.
Como homenaje a Maurice Sendak, compartimos con todos nuestros lectores esta columna de Yolanda Reyes para El Tiempo, publicada unos días después de la muerte del autor, que fue el 8 de mayo de 2012.
Buenos libros para niños no tan buenos
El pasado 8 de mayo, cuando The New York Times informó sobre la muerte de Maurice Sendak, “el artista de libros para niños más importante del siglo XX”, una ola de correos en muchas lenguas atravesó el mundo. Todos nos dábamos el pésame y agradecíamos haber sido informados, como si fuéramos una gran familia. (Y es cierto). Sendak, algo así como un padre o un hermano mayor, se había ido “en su barco particular…navegando a través del día y de la noche, entrando y saliendo por las semanas… a donde viven los monstruos”.
Tenía 83 años, me sorprendí leyendo. ¿Cómo podía tener 83 el eterno compinche de mis lectores de “dos años y miedo”? ¿Cómo podía morirse ese niño terrible que había logrado domesticar a tantas criaturas indómitas, durante tantas horas de cuento, y mantenerlas en vilo, sin pestañear?
No puedo llevar la cuenta de las veces que he leído su libro, Donde viven los monstruos, hasta conocer cada palabra, cada intersticio, cada ilustración de memoria. Lo “descubrí” el siglo pasado, cuando armábamos la biblioteca de la Fundación Rafael Pombo y la literatura infantil era niña en Colombia. Jamás olvidaré la sensación de haber encontrado algo que estaba buscando en la vida: algo que conectaba el fondo de mi propia infancia –no la de Disney, sino la otra: la infancia oscura, incierta y terrible–, con el deseo de escribir para niños.
Sendak parecía decirnos que el arte de estrenar las palabras, como las estrenan los niños, para hacerlas decir lo esencial no era un trabajo sencillo. Por ser artista, además de palabras, tenía las imágenes. Y en esa conversación entre texto e ilustraciones construyó un poema visual, como él mismo llamaba al género de los libros-álbum. Donde viven los monstruos fue publicado en 1963 y las buenas conciencias estadounidenses de padres, maestros y bibliotecarios mandaron cartas exigiendo retirarlo. ¿Cómo era posible que el mal comportamiento de Max con su madre fuera premiado con un viaje al mundo de los monstruos y que allí lo convirtieran en rey? Los niños, en cambio, lo recibieron como a uno de los suyos y, al año siguiente, la Asociación Americana de Bibliotecarios le otorgó la Medalla Caldecott, el máximo galardón para libros ilustrados, al que siguieron muchos más, incluyendo el Premio Andersen.
Quizás es la impronta de la belleza – o el nacimiento del arte– lo que se alcanza a vislumbrar en los ojos de los niños, mientras miran fijamente a los ojos amarillos de los monstruos, para descifrarse por dentro. Esa experiencia poética de descubrir que habitamos en dos orillas, que la habitación conocida no está tan lejos como creemos de la otra, la imaginaria, y que es posible navegar en un barco a “donde están las cosas salvajes”, (así es el título original en inglés), y regresar a casa, justo a tiempo de cenar, es la que lo ha convertido en un libro fundacional para la psiquis infantil.
Max, el héroe de la historia, ha sido visto como el primer Odiseo y Donde viven los monstruos, además de libro de culto de artistas, diseñadores, lectores y autores, se considera un punto de quiebre en la literatura infantil. Sin duda es un clásico contemporáneo que ha marcado la infancia de varias generaciones en todo el mundo, pero eso no les importa a sus pequeños lectores. Con su breve experiencia de la vida y, apenas con el repertorio de palabras indispensables, ellos parecen agradecerle a Sendak que haya antepuesto la honestidad estética frente a cualquier criterio domesticador o moralista, para tratarlos como gente, y no como ositos de peluche. Al hacerlo, no solo reinventó la literatura infantil, sino que también, de cierta forma, los reinventó a ellos. En el fondo, eso hacen los libros imprescindibles: nos dan la posibilidad de leer-nos de otra forma; nos dejan albergar otras versiones de nosotros mismos.
Yolanda Reyes