Estas páginas están abiertas al debate, a la reflexión y al intercambio. Todas las escrituras son bienvenidas.
En su columna para El Tiempo de hoy, lunes 22 de octubre de 2018, Yolanda Reyes escribió:
Perder la memoria
A los trece años tuve una amnesia temporal producida por un golpe. De aquel paseo de fin de semana, que se convirtió en una nebulosa sin antes ni después, conservo una imagen fija: a través de una ventana miro una ciudad que sé que no es la mía, pero no logro saber por qué estamos ahí ni me atrevo a volver a preguntar lo que sé que ya he preguntado muchas veces.
Lo único que reconozco es un vestido que interrogo para saber de dónde vengo, pero el vestido no me dice nada. Y deambulo, del vestido a la ciudad y a la ventana y a las caras familiares que me miran preocupadas, y que recuerdo también con una mezcla de angustia y de vergüenza, sin referencias en el medio: sin esos hilos que amarran una escena con la otra, que nos conducen de una causa a un efecto, y de este día al día siguiente. Sin ese pegante que es la memoria y solo echamos de menos cuando falta.
Quería pedirle al presidente Duque, como lo han hecho organizaciones de víctimas y académicos de Colombia y de la comunidad internacional, que preservara la autonomía académica del Centro Nacional de Memoria Histórica, en este cambio de dirección y de Gobierno. Quería argumentar sobre la importancia de mantener continuidad en el proceso de acompañar a las víctimas a comprender lo que les pasó y de seguir documentando con rigor lo que vivimos –y permitimos o hicimos o no vimos– como sociedad, como país y como Estado durante más de treinta años de conflicto armado, pero llegó esa imagen fija de una niña que mira con terror una ciudad desconocida, y encontré una pista para entender cómo la historia (la personal, la del país) pende de esos hilos que amarran lo que pasó con lo que está pasando y con lo que podrá pasar en el futuro.
Explorar esa compleja urdimbre no es sencillo, pues toda memoria está abierta a interpretaciones que cambian en el tiempo y no coinciden exactamente con la de otros, aunque hayan vivido los mismos hechos. La memoria individual está emplazada en la memoria colectiva, y la memoria histórica toma esos recuentos de la memoria colectiva para trabajarlos con las herramientas propias de las ciencias sociales y situarlos en un contexto más amplio, regional y nacional, que permita comprenderlos en toda su complejidad. Sin desconocer la empatía que suscita el recuento de la memoria colectiva en tiempos de guerra, la memoria histórica pretende dilucidar no solo lo que pasó, sino también por qué y cómo pasó.
Más allá de memorizar datos –o de borrarlos, que es el peligro, si no se preserva la independencia académica del centro–, el imperativo ético y político de este país en estos tiempos es comprender los engranajes que nos llevaron a vivir en guerra para desarrollar no solo sentido de pertenencia a una historia compartida, sino también un sentido de responsabilidad que revele cómo nuestras decisiones (o nuestras omisiones) incidieron en la historia. Si la manera como hemos afrontado los conflictos en Colombia no nos habla de nuestra forma de resolver conflictos y si no relacionamos los procesos políticos nacionales y locales que llevaron al desplazamiento y la violencia con nuestras prácticas políticas, estaremos, como la imagen de esa niña, deambulando entre escenas inconexas sin saber cómo salir.
“Cuando a la memoria se la convierte en relato hegemónico, se la vuelve vecina del totalitarismo. Pero cuando se la reconoce en su diversidad, es una de las prácticas con mayor vocación democrática”, decía Gonzalo Sánchez, el director del CNDMH en 2013 al entregar el documento ‘¡Basta ya!’, que mostraba lo que nos habíamos negado a ver durante tantos años de barbarie.
Ese trabajo de documentación que es necesario seguir haciendo y nos ayuda a debatir–en buena hora– es lo que está, de nuevo, en juego.
YOLANDA REYES