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En su columna para El Tiempo de hoy, lunes 29 de octubre de 2012, Yolanda Reyes escribió:
¿Librerías para nativos digitales?
La mano diminuta de Juan, un niño de dos años, despliega, con envidiable precisión, un e-book y la “hiperactividad” propia de su edad da paso a una quietud interactiva. Con voz maquinal, la tableta habla, canta y mantiene a Juan en vilo: lo invita a colorear, lo recompensa si lo hace bien, y si se equivoca, lo guía y lo corrige con paciencia.
Aunque hay excelentes libros para niños en formato digital, mucho mejores que el de Juan, supongo que los artistas descubrirán cada vez más posibilidades y la fascinación por los dispositivos electrónicos irá mutando, del continente, al contenido. Es cuestión de tiempo y el tiempo anda de prisa. Entre Juan y su primo de diez años hay una brecha mayor que la que me separaba de mi abuela y por eso me maravilla escribir sobre –o para– estos jóvenes lectores que desvelan a la industria editorial y que suscitan más preguntas que respuestas.
Paradójicamente, hoy se habla más que nunca de lectura. El Estado, la escuela, los editores y los investigadores ponen sus ojos en los lectores: los cuentan, los examinan, los involucran en agendas políticas y los convierten en titulares de prensa, casi siempre apocalípticos. Que aquí se lee medio libro al año y allá 2.1; que subieron los índices en la última encuesta y que, según Pisa o Saber, los estudiantes no comprenden siquiera las preguntas.
El “comportamiento lector” ha remplazado a la experiencia privada de cerrar la puerta para refugiarse en un libro y se ha hecho público. Así como Google conoce nuestros deseos mejor que nosotros mismos y nos sugiere viajes cuando estamos cansados o restaurantes cuando tenemos hambre, los dispositivos digitales recogen datos que la industria editorial jamás imaginó: qué libros compramos, cuáles no leemos o no terminamos, y cuántos lectores subrayamos el mismo párrafo. Los autores pueden tener feedback instantáneo sobre las preferencias lectoras para resolver la suerte de sus personajes, según el rating, y las emociones, que son la materia prima de la literatura, podrían también “monitorearse”, como hacen los publicistas o los libretistas de telenovelas, a partir de las reacciones de los clientes.
Pero volvamos a Juan, que ha abandonado la tableta para recargarse, como hacen los pequeños, en brazos de sus padres. “Pónganme atención”, parece decir, y recurre al mecanismo que tantas veces ha funcionado, de traer su libro favorito. Ese libro, mordido y gastado por el uso, requiere de la voz adulta y el padre le presta la suya. No importa que Juan conozca el relato casi de memoria: así puede abandonarse a la contemplación del rostro de su padre y descubrir, en sus ojos y en las modulaciones de esa voz que lee (y que lo lee mejor que nadie), las emociones compartidas por su especie. Y mientras la historia avanza, Juan se recuesta más en ese cuerpo que ahora habla con voz de lobo: que es lobo y cueva, las dos cosas a la vez –miedo y refugio–, y que conecta su voz con la del libro para decirle, diciendo otras palabras, que los libros transportan la experiencia humana, y que, antes de libro, fueron voces.
Esa necesidad que lleva a Juan a moverse de un soporte a otro podría explicar que, mientras asistimos a la agonía de los libros de papel, haya otras señales que aún no sabemos bien cómo leer. En Madrid, por ejemplo, la Fundación Sánchez Ruypérez inauguró en estos días de crisis La Casa del Lector y en Bogotá acabamos de asistir al Festival de Librerías Arcadia, donde se dieron cita 17 librerías y miles de lectores, y que coincide con la celebración de la Semana del Libro Infantil. Quizás junto a las bibliotecas virtuales, ubicuas y portátiles, esas librerías donde un librero, sin conocer cifras ni bases de datos, mira a los ojos al lector y lo acompaña a dar con ese ejemplar que parece escrito en cifra, exclusivamente para él, nos recuerdan que seguimos siendo gente y que, sobre todo en la infancia, (y siempre) necesitamos tocarnos, hablarnos y encontrarnos.
Yolanda Reyes