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En su columna para El Tiempo de hoy, lunes 15 de septiembre de 2014, Yolanda Reyes escribió:
«Allá, en nuestro país»
Ella viaja en ventanilla y yo, en pasillo. La miro de soslayo, como examinamos a los desconocidos al iniciar esos vuelos de ultramar, y me pregunto cómo será esa pasajera con la que compartiré diez horas. ¿Roncará? ¿Qué hará en caso de emergencia?…. Usa jeans de flores, de los que han globalizado las tiendas españolas, tiene el pelo crespo, y las raíces se notan más negras que la tintura rubia que lo cubre.
Comenzamos una conversación para romper el hielo, durante ese protocolo aeronáutico en el que explican cómo caerán las máscaras de oxígeno y uno se angustia por no saber qué haría, pese a haber oído las instrucciones tantas veces. Bajo su acento españolizado, se cuela un canto inconfundible colombiano. Dice que va de vacaciones a Cali, ahora que ha terminado los turnos del verano.
Trabaja en un hospital de Barcelona y, cuando le pregunto si es médica, se ríe: “médica, pero de la escoba y el trapero”. Como se le acabó el contrato anual y, por ley, tendrían que “hacerla fija”, le toca estar seis meses fuera para que vuelvan a “cogerla”. Se enorgullece de haber sido enganchada en ese hospital cuatro veces, (obviamente, cumpliendo con los semestres de descanso forzoso entre contratos), y de ser la única extranjera. “Ahora, con la crisis, prefieren españolas, pero las latinoamericanas somos más currantes”, dice con orgullo.
Su historia, similar a la de muchas emigrantes, comenzó hace dieciséis años: como aún no pedían visa, fue a Barcelona a probar suerte. Cuatro días después, empezó a trabajar de niñera y la señora la contrató por un mes, pero los niños se encariñaron con ella y, como hacía bien los oficios, la patrona le ayudó a legalizar su situación. Ahora es española y tiene marido español, aunque me aclara que se casó cuando ya tenía papeles.
Para completar sus ingresos del hospital, trabaja por horas en casas de familia y no se limita a hacer aseo sino que cambia las sábanas si las ve sucias, o pone a funcionar la lavadora y deja la ropa extendida; por eso nunca ha estado desempleada y sus jefes la adoran. Eso es lo que la hace sentir más orgullosa: que la tratan con respeto, “como una igual”, me explica. Luego me habla de amigos suyos que se devolvieron a Colombia con la crisis, tan pobres como habían llegado, y de otros, a quienes les pagaron dos años de paro, más pasaje de regreso, pero con la condición de firmar un contrato comprometiéndose a no volver a España en los próximos diez años. Tengo una amiga, añade con tristeza, sin nada para echar a la olla. A veces me contesta con voz adormilada porque, si duerme más, no le da hambre.
Cuando me pregunta qué hago, ya somos amigas. Le digo que soy escritora, que trabajo con libros y con niños y que regreso de un festival literario. Aunque no entiende bien en qué consisten mis labores, intento darle detalles, para retribuir su generosidad. Mientras escribo, ella ve películas y llora amargamente, y luego, con los ojos rojos, me pregunta si me ha rendido, y me cuenta los dramas que ha visto. Le ayudo a llenar el formulario de la Dian y ella me presta unos pañitos húmedos para limpiar una mancha de mi saco.
Estamos próximos a aterrizar, anuncian, y mi amiga mira la tierra a la que vuelve. En nuestro país, no hay oportunidades, me ha dicho, y yo me he preguntado si lo que ella llama su país es el mismo país donde yo vivo, y si al aterrizar seremos de nuevo dos extrañas. A ella la detienen los guardias de la aduana y a mí me dejan pasar sin requisarme. Pienso en lo que nos hemos perdido todos en Colombia, en las barreras invisibles de Colombia, y la espero a la salida, mientras miro por el vidrio cómo los guardias esculcan sus tres maletas nuevas, cargadas de regalos, para los parientes de los que tanto hemos hablado.
Yolanda Reyes