En Espantapájaros estamos preparando un especial de Portugal para FilBo y se nos ocurrió que podría ser interesante buscar fragmentos que hablen de cómo nos vemos mutuamente (los portugueses y los colombianos). Para comenzar la conversa, compartimos con ustedes estos fragmentos tomados de Pasajera en tránsito, la novela para adultos de Yolanda Reyes, publicada por Alfaguara (2006).
Portugal
«Desdoblas el mapa de Portugal que acabamos de comprar y un nuevo mundo se abre ante nosotros. Tus dedos van tocando posibilidades: puntos negros de ciudades, punticos grises de pueblos; líneas negras de carreteras, hilos azules de ríos. Bordeas el Tajo con el índice y yo sigo su recorrido hasta verlo desembocar en dos palabras: Océano Atlántico. En la otra orilla, más allá de donde se acaba el mapa, está ese continente que contiene a nuestros dos países, tan lejanos y distintos.
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(El elevador de Santa Justa, en Lisboa, como era antes, no como es ahora, cuando se volvió tan turístico. Nota de YR en abril de 2013.)
Durante los minutos de espera se entretuvieron mirando los viejos anuncios colgados en las paredes del elevador. Fotos de mujeres con modas de revista antigua anunciaban cafiaspirinas, aguas de colonia o jabones que ya no existían. La gente fue llegando y se acomodó en los asientos y luego, cuando el ascensor se llenó de pasajeros apretujados con el ceño fruncido, casi encima de ellos, igual que en las busetas colombianas, las puertas de madera se cerraron. Un ascensorista viejo con uniforme azul oscuro raído pulsó el botón como si estuvieran subiendo a un edificio de oficinas. Después de unos segundos interminables de claustrofobia por la mezcla de olores y bochorno, las puertas volvieron a abrirse, pero no estaban en ningún edificio sino en el Barrio Alto y la ciudad donde estaban antes se había quedado tendida abajo. Caminaron unos pasos y se encontraron con unos arcos sin techo. El techo era el cielo.
-Estas son las ruinas del Convento del Carmen –dijo María-. Así quedó después del terremoto, hace más de dos siglos. No quisieron restaurarlo nunca, para recordar las heridas. A ellos les gusta recordar. No tienen ese afán por borrar huellas.
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Nazaré
Hay cinco pasajeros en el bus, contándonos tú y yo. Bordeamos una montaña y esperamos, al final de cada curva, que Nazaré dé señales de vida. En tu cara otra vez se asoma la pregunta: ¿existirá?… Me muero por volver a preguntar cuando era niña. ¿Cuánto falta para llegar? decía, desde que salíamos de Bogotá…
-Cuánto falta para Nazaré?
-É pertu, menina.
¿Cuánto es pertu para ese hombre de cara adusta y cejas pobladas que parece venir desde tan lejos? Una curva y otra y otra, como en las carreteras de mi infancia, y, de pronto, cuando todas las esperanzas están perdidas, aparece el mar. El bus nos deja frente a un cartel oxidado con la palabra que tanto habíamos esperado: Nazaré. No se parece al nombre, tantas veces repetido. No se parece a las postales: no hay barcas ni pescadores ni mujeres de siete faldas. No hay nadie en la estación de buses, solo unas letras oxidadas, un pueblo desierto y una estela de polvo que han dejado las llantas. Tal vez sería prudente devolverse pero el bus ya se pierde en el camino.
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Sobre las sombras del anochecer se dibujaban en el mar las siluetas de unas barcas. Más hacia la playa había una hilera de mujeres, viejas y jóvenes, con esas faldas negras que yo sabía que eran siete(…) De pie sobre sus barcas, los pescadores gritaban instrucciones que iban pasando de voz en voz, hasta la orilla. Poco a poco, las redes empezaron a llegar.
-Zarpan al amanecer y regresan con la pesca cuando se hace de noche –les explicó luego el señor Teixeira-. Entonces las mujeres les ayudan a los pescadores a traer las redes. Hoy fue un día de abundancia porque la pesca ha sido grande. No siempre tienen la misma fortuna pero el esfuerzo se repite desde que yo tengo memoria. Lo hizo mi madre y mi abuela lo había hecho antes, y antes de ella, lo había hecho la madre de mi abuela.
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Allá se ven las colinas de Lisboa. Dejamos nuestro equipaje en la pensión del Barrio Alto y te llevo al Castillo de San Jorge para que le digas adiós a Lisboa. Nos asomamos por una de esas ventanas de piedra y dominamos la ciudad tendida a nuestros pies como en tiempos de los árabes. Tú miras hacia el Tajo y ves, más allá de esa tierra en la que acaba Europa, el océano inmenso que te espera.
…
Tuve que sentarme en ese café horrible y ruidoso de la estación donde desayunamos el primer día y me quedé un rato así, mirando hacia el andén vacío, para descubrir que ya no estaba el tren: que ya no estabas. Entonces me puse a llorar. Ya sabes cómo son los portugueses, nadie miró ni dijo nada. Al fin pude calmarme y me fui caminando a nuestra pensión del Barrio Alto. Revisité el Tajo pensando en nuestro poema de Pessoa. Tomé el elevador de Santa Justa, miré los arcos del Convento del Carmen contra el cielo y me parecieron más desolados que el día del terremoto.»
Estamos buscando a Portugal en libros de autores colombianos y a Colombia en libros de autores portugueses. Y no parece fácil: es parte de una relación que comienza a construirse. Si saben de algo, les agradecemos que lo compartan con nosotros…
*Así se ve Lisboa desde el elevador de Santa Justa. Las fotos son de Isabel Calderón Reyes.